CuadernosAcceso a la tierra
Ensayo histórico sobre el acceso a la tierra en Argentina

La tierra en tiempo de revolución


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Prólogo

El título de este ensayo histórico, anclado acertadamente en el “acceso a la tierra”, es una actualización conceptual y política necesaria para mirar con otros ojos un problema que cuenta con una inabarcable bibliografía. Esta actualización implica dos cuestiones fundamentales. Una es poner el eje en el acceso y no estrictamente sobre la propiedad. La otra es interrogarse si efectivamente siempre fue la tierra el recurso natural y agrario que estuvo en disputa, o más bien los problemas que las sociedades históricas contemplaban eran distintos, como el acceso al agua o al ganado.

Lo que resulta indudable es que en el final de las transiciones al capitalismo agrario en la Argentina, la tierra fue uno de los nodos en torno a los cuales se reconfiguraron las relaciones sociales y la estructura socioeconómica. Entonces, el problema de los derechos de propiedad y posesión se vincula a la configuración de nuevas relaciones de dominación que definen los regímenes de apropiación, explotación y distribución de los recursos naturales.

El contenido de este Cuaderno está inserto en el marco cronológico acorde al momento de inicio de este proceso, que es desde mediados del siglo XVIII, lo que se denomina como la “herencia tardocolonial”, con los diferentes instrumentos normativos que hacen a la apropiación de los recursos. Esta transición, al menos en lo que hace al armazón político y normativo liberal y capitalista, finaliza con el proceso de codificación que contempla la sanción del Código Civil en 1869 y de los correspondientes Códigos Rurales que cada una de las provincias fue sancionando, siendo el primero de ellos el de la provincia de Buenos Aires, en 1865. Si bien estas dimensiones exceden los límites temporales de esta publicación, lo menciono porque ello será abordado en los siguientes cuadernos.

El año 1869 es la cristalización de una operación política fenomenal en lo que hace a los derechos sobre los recursos agrarios que termina por sanitizar al principio de la “propiedad”. El radical proceso tuvo cuatro aristas. Primero, quitar a las propiedades cualquier imperativo moral o reminiscencias de un orden colonial fundado en nociones del catolicismo o que podríamos denominar como campesinas. Segundo, arraigar como única verdad que el crecimiento económico sólo se consigue con una determinada forma de explotar y distribuir los recursos que está basada en un derecho de propiedad pretendidamente absoluto y sagrado. Tercero, homogeneizar el entramado jurídico y aplanar la complejidad social de los antiguos territorios virreinales en tres grandes categorías: propietarios, arrendatarios y jornaleros. Por último, subordinar un conjunto de derechos que hacía a la apropiación de los recursos a un específico derecho, el de la propiedad privada.

Esta coraza protectora de los nuevos derechos de propiedad considerados absolutos y sagrados comenzó a desplegarse en los inicios de la Revolución de Mayo, cuando ya en 1811 se sancionó el Decreto de Seguridad Individual, colocando a la libertad y a la propiedad como las columnas vertebrales del “nuevo sistema” anclado en un “espíritu liberal y de luces”, como lo denominaron algunos actores de la élite porteña. Desde entonces, los usos y la costumbre, que tenían fuerza normativa igual o tanto más fuerte que una ley escrita, comenzaron a ser subordinados a la norma positiva (no sin vaivenes y diferencias, según estuvieran en el gobierno -dicho simplificadamente- los federales o los unitarios y liberales).

Este proceso fue acompañado por la aparición de una nueva ciencia con su instrumental técnico: la agrimensura y sus catastros. Se suponía imparcial, pero venía en primer lugar a fortalecer la construcción de las superficies y dimensiones de las posesiones agrarias a favor de un determinado grupo socioeconómico, los estancieros y hacendados, antes que ayudar los denominados pastores y labradores, agregados o arrimados, campesinos, o “la polilla de los campos” en la mirada despectiva de las élites. En este sentido, volvió a ser pionera la provincia de Buenos Aires, que en 1824 creó una Comisión Topográfica, luego Departamento General de Topografía y Estadística. Más tarde, las provincias siguieron este camino.

Desde los orígenes de la historiografía, quienes se abocaron al problema de la tierra en la Argentina, fuera cual fuera su orientación política e ideológica, validaron la idea de que el crecimiento económico sólo puede darse en el marco de la propiedad privada liberal: dar certezas y garantías a quienes producen, bajo la declamada “propiedad privada”, era una condición necesaria para el despliegue virtuoso de la inversión y aumento de la producción. Sólo en los últimos años comenzó a ponerse en entredicho esta vinculación automática: incluso se comenzó a hablar en términos de “posesión perpetua” o “de por vida” para productores campesinos.

En este aspecto, este Cuaderno, en tanto que herramienta para el conocimiento histórico vinculado necesariamente a una acción política, resulta útil para cuestionar y problematizar el arraigo que tenemos de esta noción de propiedad que prioriza una supuesta forma de “crecer” o “desarrollarse”. Aún más útil, porque el Cuaderno ahonda en una trama compleja de territorialidades que continúa hoy formándose y constituyéndose en cada uno de los conflictos por la tierra que atraviesan a la Argentina. Son realidades desacopladas temporalmente, pero armoniosamente enmarcadas en la configuración de un entramado de poder que busca reproducir la manera desigual en que se explotan los recursos, de qué manera se lo hace, en beneficio de quién o quiénes, y con qué objetivos.

En esa amplitud territorial, este Cuaderno apuesta a una historia social y política de las tierras a una escala amplia con una actualización historiográfica notable. Entre otras cuestiones, haciendo foco en las fronteras de cada una de las regiones del país, el dinamismo y la lucha de las comunidades y los pueblos de indios, los modos normativos en que se construyó la propiedad pública y la nueva propiedad privada, las políticas de distribución de tierras, la manera en que se fue configurando un mercado inmobiliario rural. Un ejercicio llevado con tino y claridad que demuestra la existencia de un mosaiquismo regional en escala de grises, en este proceso de transición al capitalismo agrario en la Argentina entre fines del período colonial y mediados del siglo XIX

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Presentación

Abierto el proceso revolucionario de 1810, cuando el imaginario de una guerra de independencia apenas empezaba a incomodar a los habitantes de las pequeñas ciudades y poblados del virreinato del Río de la Plata, Manuel Belgrano reflexionó en El Correo de Comercio sobre la “deplorable desdicha” de “nuestros labradores”. El eco de su inquietud llega hasta nuestros días.

Situado en aquella pequeña Buenos Aires, Belgrano valoraba la calidad de las tierras de las provincias y reconocía distintos desafíos que había que afrontar: creía que podían mejorarse los instrumentos y métodos de trabajo y que debían removerse importantes obstáculos, como el monopolio comercial de la Corona, el contrabando promovido por funcionarios y comerciantes, las especulaciones en la formación de precios y los malos caminos, entre otros. Sin embargo, de acuerdo a su opinión, el mayor infortunio era otro:

…todos esos males son concausas de la principal, cual es la falta de propiedades de los terrenos que ocupan los labradores; este es el gran mal de donde provienen todas sus infelicidades y miserias, y de que sea la clase más desdichada de estas Provincias, debiendo ser la primera y más principal que formase la riqueza real del Estado.

La falta de propiedad de los labradores era un problema en el contexto de una economía bonaerense que se orientaba cada vez más hacia la actividad pastoril. La tierra y el ganado que se criaba de forma extensiva y natural, se transformaban, juntos, en la medida de la riqueza del país. Unos pocos grandes propietarios, “hacendados principales” y “vecinos de renombre”, muchos de ellos también importantes comerciantes, se encargaban de aceitar este nuevo rumbo. Y en aquella coyuntura, este periodista y abogado, que acababa de dejar el cargo que había ostentado durante quince años al frente del importante Consulado de Comercio porteño, creía que la infelicidad en el trabajo agrícola tenía una causa fundamental: luego de una vida de esfuerzos, la familia agrícola no podía llamar suyo a lo que poseía, no podía dejar un “establecimiento fijo” para sus hijos, vivía con el temor de que todo el trabajo quedara en manos de algún otro que se proclamara dueño y propietario de las tierras que trabajaba.

Manuel Belgrano era parte de la élite criolla que hacía gala de un pensamiento fisiócrata y liberal, críticos de la economía colonial. Creía que la agricultura debía ser la fuente de las riquezas del país, aunque sabía reclamar políticas proteccionistas y una articulación con la “oficiosa industria”. Como buen liberal, por otro lado, creía en la propiedad privada. Por ello, lamentaba que ésta faltara entre los labradores. La propiedad, así como la libertad y el individuo, eran principios promovidos por la generación patriota, como bases de la nueva sociedad.

Pero en el nuevo camino proyectado, el problema de la propiedad no se limitaba al hecho de que los labradores no la disfrutaran. La élite revolucionaria afrontaba una preocupación más profunda: el antiguo régimen no ofrecía un marco legal que la consagrara como privada y absoluta. Creían entonces que era necesario encarrilar al país por las sendas de la “modernización” y del “progreso”, a tono con las importantes transformaciones que tenían lugar en otras partes del mundo, especialmente en países como Inglaterra, con su revolución industrial, en Francia, con su revolución antimonárquica y antifeudal y en Estados Unidos, con la declaración de su independencia.

¿Cómo se distribuyó la tierra en tiempos de revolución? ¿Qué mecanismos pusieron en práctica las elites revolucionarias? ¿Cómo se relacionaron con la larga herencia colonial? ¿Qué proyectos se desplegaron desde los nuevos gobiernos centrales y provinciales y cuáles quedaron truncos? ¿Quiénes resultaron favorecidos y quiénes perjudicados, en un mundo donde las clases populares sabían ejercer derechos basados en las costumbres de tiempos inmemoriales, que habían sabido luchar contra el sistema legal del virreinato y también adaptarse a él? En este segundo cuaderno del Ensayo histórico sobre el acceso a la tierra en Argentina, intentaremos responder a estas preguntas. Para ello, nos moveremos entre el antes y el después del quiebre colonial, hasta los tiempos de la Confederación Argentina y el dominio de Juan Manuel de Rosas.

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La herencia colonial

La ocupación española

En 1854, cuatro décadas después de que Belgrano reflexionara sobre la falta de propiedad entre los labradores, Bartolomé Mitre defendió el avance de la propiedad absoluta de la tierra. Lo hizo en un acalorado debate que tuvo lugar en la legislatura bonaerense, de la cual era miembro. Ensayó:

La tierra conquistada por el trabajo del hombre, poblada por él en medio del peligro, es una propiedad que debe ser respetada por todo el mundo. Esa es la ley que presidió á la población de toda la América y á la fundación de Buenos Aires en la época de la conquista. Es la ley por la cual durante la época colonial los reyes por medio de mercedes repartieron á los pobladores las tierras que ocuparon en el vasto territorio que se extiende hacia la Pampa.

El reconocido padre del liberalismo argentino, quien poco más tarde sería nombrado primer presidente de la República Argentina (1862-1868), evocaba los principios muy poco liberales utilizados para distribuir la tierra en la época colonial. Claramente, lo hacía en función de legitimar la expansión de la propiedad privada que impulsaba. Pero, ¿cómo fue realmente la distribución a la que se refería?

La ocupación española del “nuevo mundo” tuvo distintas características según los momentos y regiones. Desde un primer momento, con la llegada a las islas antillanas en 1492, los reyes españoles contaron con la aureola divina provista por el papa católico para declararse dueños de todas las tierras, a las que llamaron “realengas”. Los conquistadores llegaban con unos contratos llamados “capitulaciones”, por los cuales se atribuían el derecho de esclavizar a la población nativa y extraer recursos minerales.

Fue una conquista tan brutal que pronto se impartieron algunas disposiciones reales para implantar la colonización, garantizar la evangelización de la población nativa -considerada súbdita y vasalla- y atenuar la criminal explotación. De allí surge la creación de la Encomienda en 1503, la redacción de las “Ordenanzas Reales para el buen regimiento y tratamiento de los indios”, llamadas Leyes de Burgos de 1512 y la obligatoriedad de leer el texto de Requerimiento escrito por un jurista español en 1513, entre otros. Las fuertes denuncias de algunos sacerdotes como Antonio de Montesinos por los abusos y crímenes cometidos empujaban la necesidad de regulaciones.

Resumidamente, la encomienda reemplazaba el trabajo esclavo por el servicio de indios. Pero lo hacía de forma muy ambigua, porque siempre era trabajo forzado. Los encomenderos -también llamados donatarios- tenían derechos sobre las personas, pero no sobre las tierras o las minas, y debían evangelizar a sus dependientes. Las Leyes de Burgos hablaban de dar “amor y blandura lo más que se pueda” a los nativos, de respetar su voluntad, establecía el régimen de “visitadores” (algo así como inspectores) para controlar y castigar a los encomenderos que cometían “excesos” y “mal trato” y decía promover la “conservación” e “integración” de los indios. El Requerimiento, sin embargo, fue la forma de justificar la barbarie, de acompañar y evitar, al mismo tiempo, estas regulaciones. Los españoles debían leer este texto, que conminaba a los nativos a aceptar al dominador y a su dios o a sucumbir por las armas y ser esclavizados. El parche estaba dado por la posibilidad de abrir una “guerra justa” contra los “infieles” que no aceptaban ser vasallos.

Luego del primer período, la ocupación continuó en tierra continental, sobre pueblos y sociedades organizados de forma más compleja, como los aztecas e incas. Más adelante, hacia mediados del siglo XVI, se avanzó hacia las extremidades de estos territorios (como el Río de la Plata, por ejemplo), creándose poblaciones con sistemas de fortines. En este avance, la guerra, las “entradas” (razzias), las “malocas” (cazas) y las encomiendas fueron siempre de la mano. Para organizar y apropiarse del trabajo de las poblaciones locales, los conquistadores se apoyaron también en sistemas utilizados en las sociedades originarias, como la mita (repartimiento de indios para el trabajo por turno en obra pública, para la corona, las ciudades o los señores) o el yanaconazgo (“indios de servicio”), apareciendo luego la remuneración en moneda (por ejemplo, en “moneda de la tierra”, como herraduras o cabras) y más adelante el sistema de peonaje, que ataba al trabajador por deudas.

En todo este proceso, se fue creando y perfeccionando un sistema institucional y legal para garantizar el dominio y la explotación, que con el tiempo dio forma administrativa a la etapa que se abrió luego de la conquista: la de la sociedad colonial. La creación del Consejo de Indias en 1524, las Ordenanzas de Granada de 1526,  las Leyes Nuevas de 1542, las Ordenanzas de Irala de 1556, de Toledo de 1572, de Poblaciones de 1573 y de Alfaro de 1612, y la Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias de 1680, fueron hitos de esta construcción. La brutal disminución de la población nativa amenazaba la extracción de riquezas, cuando el comercio de esclavos de origen africano todavía no garantizaba su reemplazo.

Mediante estas disposiciones, la “guerra justa” se transformó en “guerra defensiva” y los “infieles”, en “paganos”; se habló de contratos y remuneración del trabajo; se convocó a los religiosos y sus misiones a “proteger” a los naturales (caso ejemplar, el de Fray Bartolomé de Las Casas); se establecieron las Audiencias para abrir litigios; se regularon gravámenes y tasaciones para los tributos en moneda o especie, para reemplazar el servicio en trabajo; se limitaron los repartimientos de indios y el derecho hereditario de la encomienda; se establecía, por ejemplo, para los indios de encomienda, trabajar de lunes a jueves para el señor, viernes y sábado hacerlo en sus chacras propias y el domingo aprender la religión católica.  De particular importancia fueron las ordenanzas de 1573, que reemplazaron el término de conquista por el de “pacificación y población”, para limitar las desestructuraciones de comunidades y familias. Ello implicaba crear espacios sociales separados, pero controlados, con políticas de seguridad y policía, como las reducciones y luego los Pueblos de Indios.

La continua y cada vez más minuciosa regulación demostraba que la sociedad colonial se asentaba y se hacía más compleja, que precisaba organizar con detalle la extracción de trabajo y riquezas. Pero sobre todo evidenciaba que continuaban los tratos crueles, el desplazamiento, movilización y desestructuración de pueblos enteros (las llamadas “desnaturalizaciones”), como sucedía por ejemplo en el extremo sur del Virreinato del Perú, como la gobernación de Tucumán.

Pero en esta realidad siempre compleja y variada, las comunidades indígenas lucharon, resistieron y se adaptaron. Existió el “bandidismo”, la huída más allá de las fronteras, donde habitaban los indígenas “libres”, el regreso individual o colectivo a sus tierras luego de los traslados forzosos, la lucha abierta y las rebeliones, las negociaciones y la pelea legal. Con ello, en el marco de la brutal ocupación, soportando las represalias y persecuciones, y a pesar del proceso de disgregación y mestizaje, pueblos enteros conservaron su vida comunitaria, recreando sus territorios, costumbres e identidades, adaptándose y logrando una posesión legítima de tierras comunales y liderazgos propios. En sus pueblos, por ejemplo, los caciques pudieron repartir parcelas, para producir el sustento propio y garantizar el pago de tributos, y disponer el uso de campos comunes, sobre los que los encomenderos no tenían derechos.

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Legalidad indiana y distribución de la tierra

La conquista y la guerra, las razzias y cazas, la muerte por enfermedades y por la brutal explotación, las “desnaturalizaciones”, fueron construyendo los “desiertos” que iban siendo ocupados por los españoles. Todo ello fue negado en el discurso de Mitre de 1854.

La legalidad indiana que se fue construyendo no sólo se refirió al trato con los indígenas, sino que además rigió la formación de posesiones y propiedad de la tierra. Es fundamental detenerse en este “legado colonial”, aunque sea brevemente, porque forma el conjunto de ideas y prácticas que estuvieron luego disponibles en el proceso independentista y en la formación de la sociedad nacional.

Las mercedes reales, por ejemplo, fueron el principal medio de distribución de tierras (y de derechos varios) que se dieron los españoles. Era una figura extendida en la península ibérica. Consistía en una gracia o favor del rey. Se trataba de donaciones que, por lo general, premiaban servicios militares. Este fue el origen de muchas haciendas o estancias. Las leyes de Indias incluyeron algunas disposiciones que imponían condiciones de población para los beneficiarios de estas mercedes. Por ello, la merced no creaba necesariamente a un propietario. Implicaba un derecho de uso, un usufructo condicional que podía ser revocado.

Por este medio, distintas comunidades indígenas alcanzaron también una posesión legítima, en forma colectiva o a nombre de sus caciques. Ello sucedió, por ejemplo, cuando aceptaron ser reducidas o formar Pueblos de Indios, frenar a los indígenas “libres” en sus avances contra las fronteras y no atacar las haciendas y estancias. Esta especie de pactos militares permitieron a los españoles identificar a los “indios amigos”, etiquetamiento que tuvo una larga duración. En numerosos pleitos judiciales, los pueblos indígenas presentaron ante las reales audiencias coloniales los documentos de estas mercedes para defender el derecho a sus tierras.

Los pueblos indígenas apelaron, además, a otra figura legal para garantizar sus derechos. En los pleitos judiciales, solicitaron la justa prescripción para que fueran reconocidos sus dominios sobre tierras que se decían vacantes. Para ello, debían demostrar ser “poseedores inmemoriales” y acreditar una ocupación vigente.

Esta lucha por la legitimidad de la posesión de la tierra implicaba luchar por un libre y autónomo acceso y disfrute de un territorio y sus recursos y por la libre movilidad, contra la imposición del trabajo obligatorio o la apropiación de su producción y posibles réditos. Avanzada la conquista, algunas leyes indianas promovieron la protección de estas posesiones, por ejemplo, al prohibir el arriendo o venta de tierras indígenas a los españoles, al ordenar que las tierras y granjerías de los indígenas reducidos “se les conserven” para que las cultiven y aprovechen o que no quedaran en manos de los encomenderos las tierras de estancias en las que habitaban los indígenas obligados a trabajar allí, una vez que éstos morían.

Las leyes indianas permitían otras formas de adjudicación y circulación legal de tierras, como las ventas, remates, permutas y herencias, en el marco de una extendida práctica y costumbre de ocupación, posesión y uso de las mismas. En este sentido, fueron claves los mecanismos de la composición y el pedimento. En el primer caso, se debía demostrar una ocupación suficiente, de diez o veinte años, para que fueran reconocidos los derechos de ocupación. En el segundo caso, cuando un español o criollo pretendían un terreno, lo denunciaban como “vacante” o “baldío” frente a las autoridades y esperaban su remate en subasta pública.

La composición y el pedimento fueron herramientas muy utilizadas por los españoles y criollos y muy perjudiciales para las aspiraciones indígenas. Estos trámites no solían ser sencillos ni baratos. No cualquiera podía costear, por ejemplo, las tareas de un agrimensor, o contar con el visto bueno de vecinos propietarios, para proceder con el pedido de tierras. Por otra parte, no siempre estaban realmente desocupados los terrenos que se denunciaban. Por esto mismo, existieron pleitos por desalojos. O se requirieron servicios o pagos de los viejos ocupantes, cuando no se producía el liso y llano asesinato de los mismos. De esta forma, grandes comerciantes, estancieros y hacendados, ocuparon codiciadas tierras de bosques, aguadas y pasturas.

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Del gran Tucumán a Buenos Aires

Al sur de los nuevos dominios coloniales, el proyecto de ocupación, colonización y organización de los territorios, avanzó desde el Litoral, con las fundaciones de ciudades como Asunción, Santa Fe, Corrientes y Buenos Aires; desde el Oeste, bajando por el Océano Pacífico hacia Chile y luego avanzando a través de la cordillera montañosa hacia Cuyo; y desde el Norte, creando la gobernación de Tucumán. Por mucho tiempo, el gran Chaco Gualamba (vocablos indígenas que referían a una zona de caza y al gran río Bermejo)  y la Pampa y Patagonia, quedaron como territorios inaccesibles e indómitos para el español. En este vasto territorio, que hoy conocemos como la Argentina, existían entre 300 mil y 500 mil indígenas, que integraban distintas culturas y numerosos pueblos diferentes. Aquí, el sistema de encomienda tuvo un extendido uso. A fines de este siglo, existían más de 250 encomiendas que reunían a casi 13 mil indígenas. Pero su uso no se reguló sino hasta comienzos del siglo XVII. Por ello, el daño realizado sobre estas comunidades fue más profundo que en regiones centrales del dominio colonial.

Fuente: Martínez Sarasola, Carlos (1992). “Nuestros paisanos los indios”. Emecé Editores, Buenos Aires

En la amplia zona del Tucumán, que abarcaba las actuales provincias de Jujuy y Córdoba, la reproducción de la vida comunitaria llegó a hacerse muy difícil, aunque las experiencias de los pueblos fueron muy distintas. Los que habían tenido experiencias de integración y sometimiento anteriores, como los de Jujuy, que habían sido alcanzados por el dominio incaico, supieron adaptarse mejor al nuevo orden. Otros, que sostuvieron su rebeldía hasta las últimas consecuencias, fueron avasallados. En cualquier caso, con distintas experiencias, todos sufrieron la imposición del dominio colonial.

En los siglos XVI y XVII, se produjeron las rebeliones calchaquíes, así llamadas en relación al nombre del principal líder, Juan Calchaquí, cacique de uno de los numerosos pueblos de cultura diaguita que habitaban la extensa zona de los valles y montañas del noroeste, desde Salta hasta las sierras del Aconquija entre Catamarca y Tucumán. Tras más de un siglo de lucha, terminaron con la derrota indígena. Quienes no fueron muertos en las campañas militares, fueron cazados y distribuidos en encomiendas particulares, establecimientos religiosos y campamentos militares, en las distintas ciudades y zonas rurales de la gobernación del Tucumán e incluso en lugares tan remotos como Buenos Aires.

En algunos casos, estas poblaciones lograron regresar, mantener un doble asentamiento e incluso comprar parte de sus tierras comunales, poniendo en discusión el diseño territorial del poder colonial. En lo que es hoy la actual Tucumán, los indígenas de Colalao y Tolombón fueron reasentados en Choromoros, donde recibieron tierras en la ladera oriental del Aconquija, y luego compraron una estancia llamada El Pusana, contigua a las tierras ya disponibles, con un dinero adelantado que saldaron con trabajo mitayo realizado en la ciudad de Santiago del Estero.

Luego de la rebelión calchaquí, los amaichas, que habían sido trasladados a Leales, al sur de la ciudad de Tucumán, también recibieron tierras en su lugar de origen, otorgamiento que en 1716 quedaría legitimado por una Cédula Real. De esta forma, a diferencia de los pueblos entregados en encomiendas y sin tierras, aquellos quedaban como pueblos de encomienda con tierras propias, lo que no evitó que posteriormente -y ya en tiempos independientes- perdieran parte de ellas por la ocupación de encomenderos y hacendados hispano-criollos. Por sus huidas y regresos al valle Calchaquí, los españoles calificaban a esta región como un “asilo de malévolos”.

Con los pueblos quilmes sucedió algo distinto. Eran descritos por los españoles como “la nación más belicosa de todo el valle”. Su derrota y pacificación implicó una posterior división y traslado forzoso a Buenos Aires. Unas 760 familias, quilmes en su mayoría, pero también acalianes, fueron movilizadas casi 1500 kilómetros hasta el sur de la campaña bonaerense. En parte para evitar futuras rebeliones, pero también para ser usados como mano de obra, según la solicitud hecha por la Real Audiencia de Buenos Aires, como retorno por su contribución para la campaña militar en los valles. Los quilmes y acalianes fueron reducidos como pueblo tributario de la Corona, debiendo sobrevivir a una drástica disminución de la población por mala alimentación y pestes, y readaptarse social y culturalmente. Sometidos política y culturalmente, cultivaron en chacras y sementeras comunes, se dedicaron al comercio y a las vaquerías y estaban obligados a realizar mitas para obras públicas en Buenos Aires, conventos y vecinos particulares, por las que supuestamente cobraban jornal. En ese lugar se emplaza hoy la ciudad de Quilmes. Las autoridades bonaerenses supieron quejarse porque muchos indígenas escapaban y regresaban a los valles.

El alzamiento calchaquí alcanzó a las tierras cuyanas, donde los españoles habían fundado Mendoza y San Juan de la Frontera. Allí se temió que los huarpes de la región y los pehuenches y otros indígenas del sur, conectaran la resistencia mapuche y la rebelión diaguita. Aunque ello no sucedió, en esta tierra, sin embargo, las comunidades originarias tuvieron prácticas de resistencia y supieron apelar al poder legal. En la Audiencia Real de Santiago de Chile, desde cuya gobernación los españoles emprendieron la conquista de la vasta región de Cuyo, existieron prolongados pleitos judiciales en los cuales los indígenas, representados y apoyados por curas y otras autoridades locales, protestaron contra los hacendados españoles y los Cabildos que ocupaban sus tierras. En no pocas ocasiones, los oidores, una especie de jueces coloniales, e incluso intendentes y corregidores, representantes locales de la corona, fallaron a favor de los indígenas, reconociendo sus derechos.

Casos ejemplares, en este sentido, tuvieron lugar en las zonas del Valle Fértil y Mogna, al norte, y en las lagunas de Guanacache y Corocorto, al sur. En 1743, en Valle Fértil (hoy noroeste de San Juan), el hacendado Domingo Molina inició un juicio contra los indios para desplazarlos de las tierras y aguadas que ocupaban. También la Compañía de Jesús las pretendió, alegando que las mismas le habían sido donadas por un particular. En los años siguientes, el conflicto lo protagonizó otro propietario español, Joseph Villacorta. Los caciques Vicente Puscama y Gaspar Managua impugnaron judicialmente el acto, logrando retener sus tierras. Lograron primero que el gobierno español en Chile ordenara fundar Pueblos de Indios en Jáchal y en Valle Fértil. A cambio, fueron incluidos en las milicias locales y debieron costear la construcción y funcionamiento de parroquias. El cura local y el Protector de Naturales argumentaron que los indígenas tenían derechos porque anteriormente habían formado parte de reducciones allí instaladas. El pleito se extendió en el tiempo, porque las tierras reconocidas a los indígenas estaban rodeadas de cerros y tenían escaso acceso al agua. Luego de crearse el Virreinato del Río de la Plata en 1776, cuando San Juan y Mendoza dejaron de depender del gobierno en Chile y pasaron a depender de la intendencia de Córdoba, la autoridad colonial defendió el derecho de los indios contra las pretensiones de los hombres del Cabildo de San Juan, que los acusaban por ser pocos y “malévolos”. Este derecho, sin embargo, fue garantizado a través de la creación de una Villa de Españoles, que habitaban mayoritariamente los indígenas. A pesar de este daño identitario, a comienzos del siglo XIX, el primer censo de las Provincias Unidas reconocía su presencia.

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De haciendas y tierras de pan llevar

En los años finales del siglo XVIII, tiempo que conocemos como la época tardocolonial, se desarrolló un complejo y cambiante mundo, con fronteras inestables y territorios indómitos.

Existían entonces importantes producciones regionales en Cuyo, Córdoba, el Noroeste, la Banda Oriental y las Misiones, desde la ganadera, los cultivos de uva, maíz, trigo, avena, cebada, algodón y la recolección comunitaria, como la de miel y cera silvestres en las llamadas “meleadas” de la zona de Matará, Santiago del Estero, hasta la caza y la manufactura textil, todo ello acompasado por un comercio de larga distancia sostenido por legiones de mulas y carretas, lo que implicaba una importante actividad ganadera y de producción de medios de transporte. La minería del Potosí impulsaba en buena medida esta producción.

En el Litoral, se hicieron centrales las vaquerías (derechos para matar vacas), el comercio del cuero, el sebo (la grasa) y la carne salada y seca (charque). Con la ocupación española habían llegado las vacas y los caballos, ganado que, en campo libre, cuando no existía el alambrado, se extendió y reprodujo salvajemente. Se lo llamó cimarrón (salvaje), montaraz (de campo) y mostrenco (sin dueño). Ello fue clave con la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, cuando esta región pasó a ser un territorio central para España, en clave comercial y geopolítica.

En este gran espacio, desde Corrientes hasta Buenos Aires, existieron las estancias, haciendas, chacras, quintas, ejidos, tierras indivisas, latifundios, como espacios de trabajo y de vida. Las mismas no fueron indemnes al tiempo. Sufrieron importantes transformaciones, sobre todo en la medida en que la sociedad fue creciendo y haciéndose cada vez más compleja, con el tráfico de esclavos, la llegada de españoles pobres y el extendido (y forzoso) mestizaje. Como toda sociedad colonial, era un mundo legal y jerárquicamente ordenado, donde la posición social se definía más por el color de la piel, el origen de la persona y su capacidad de controlar gente, que por su ocupación o función económica.

Es necesario desenredar un poco esta madeja de conceptos para avanzar en este ensayo. Quienes han estudiado en profundidad este período de nuestra historia en las últimas décadas, están de acuerdo en que ser propietario era clave, pero también en que los propietarios de tierra o ganado, como grupo social, tardaron en convertirse en dominantes y que, justamente por ello, no se puede hablar de la existencia de una clase terrateniente hasta mediados del siglo XIX.

Se ha señalado, asimismo, que no es fácil distinguir a criadores, hacendados y estancieros. En general, el criador, encargado de criar el ganado, se distinguía por su marca, antes que por ser propietario de las tierras donde pastaban sus animales. Podía ser llamado hacendado, en el sentido de tener hacienda, ganado, pero los “verdaderos hacendados”, los más poderosos, intentaron diferenciarse de los más modestos y ratificar su superioridad social y política.

Hacendado, por su parte, no sólo era una persona que podía tener ganado, sino que podía distinguirse por tener en sus haciendas producción agrícola que se destinaba a mercados distantes y porque contaba con trabajo asalariado, servil, esclavo o bajo algún tipo de acuerdo de trabajo. En este sentido y fundamentalmente por el hecho de ser una persona con control sobre cierta cantidad de gente, se le reconocía prestigio social y poder. Un hacendado podía no tener tierras en propiedad, pero, si las tenía y, sobre todo, en gran cantidad, podía ocupar el lugar de los “verdaderos hacendados” o “hacendados principales”.

La hacienda, por otra parte, se puede confundir con la estancia, pero existieron distintos tipos de estancias en aquella época todavía colonial. Las había pequeñas, medianas y grandes, con distintos tipos de producción y formas de ocupación. En general, se dedicaban a la producción del ganado, pero podían también hacer producir cultivos. Un estanciero era una persona que ocupaba un territorio y lo tenía poblado, pero no era necesariamente propietario de las tierras. Por supuesto, si se era estanciero y además gran propietario, se consideraba legítimo y de gran poder.

En cualquier caso, una gran hacienda o una gran estancia eran espacios de enorme dimensión, que hoy llamamos latifundios y relacionamos con una gran superficie, baja inversión de capital y escasa población. Pero en esta época, hablamos de tierras que eran ocupadas y trabajadas por numerosas personas, para su subsistencia y en beneficio de los patrones. Es más, ni la gran hacienda ni la gran estancia eran las únicas formas de latifundio o gran propiedad conocidas. Estaban también las llamadas “tierras indivisas”, espacios con una cultura de uso compartido de suelos y recursos (agua, aguadas, montes, bosques y pasturas). Entre ellos, los Pueblos de Indios a los que ya nos referimos, o los campos comuneros, que eran tierras entregadas en merced a algún fundador o soldado y que no se subdividía al momento de la herencia, para resguardar el apellido y la subsistencia familiar. Como latifundios o estancias, también se identificaron las misiones religiosas de jesuitas, franciscanos y salesianos.

Entre los consensos mencionados, existe otro, que nos interesa especialmente: se reconoce que existió desde tiempos coloniales una producción agrícola y ganadera relevante, con pequeños y medianos productores, llamados paisanos, labradores o pastores. Eran familias campesinas de origen criollo o español, esclavos, indígenas organizados o sueltos, escapados de las encomiendas o llegados de las “tierras libres”, y mestizos. Habitaban las grandes extensiones de tierra mencionadas, los alrededores de pueblos o ciudades (ejidos) o las llamadas tierras realengas (luego públicas o fiscales), donde hicieron funcionar quintas y chacras, con su propio trabajo y quizás con la ayuda de algún “agregado”, y donde pudieron desarrollar manufacturas, como las tejedurías, para su propio consumo y/o para comercializar en los mercados locales o distantes.

Generalmente, estas familias no eran propietarias de las tierras, aún cuando pasaran generaciones y generaciones. La costumbre era la ley. Si se encontraban dentro de una hacienda o estancia, pagaban un derecho de ocupación con tiempo de trabajo o con producción, lo que en tiempos antiguos se ha llamado “colonato”. También podían ser arrendatarios y acordar un pago fijo o porcentaje de cosecha. O podían ser aparceros y compartir las herramientas y el riesgo con el propietario. Si no había acuerdos, el conflicto por el uso de recursos, más allá de la posibilidad de apelar a los ámbitos judiciales, quedaba más que nunca atado al derecho del más fuerte.

Como recién comentamos, estas clases populares también habitaron los llamados ejidos comunales, cuando no podían acceder a las tierras urbanas o tenían interés en trabajar la tierra. Es importante retener esta figura porque podemos relacionarlo con lo que hoy llamamos territorios periurbanos. Proveniente de España, los ejidos fueron tierras realengas y luego municipales que se encontraban a la salida de los poblados, que no se ponían en venta ni usaban para la producción. En el continente americano, existieron en las principales ciudades, en los Pueblos de Indios y en las Villas de Españoles. Pero a diferencia de España, aquí fueron considerados terrenos de uso común para la pastura (dehesas) y para instalar quintas y chacras. Y se las llamó tierras “de pan llevar”. En tiempos posteriores, estos ejidos fueron privatizados y, eventualmente, dejaron de ser espacios de producción rural.

Como señalamos, en esta época tardocolonial, esta realidad estaba sujeta a los cambios que ponían a Buenos Aires como nuevo centro geopolítico, en detrimento del Perú, y también a transformaciones de gran impacto como las que tenían lugar en Europa, especialmente en Francia, donde la revolución antifeudal de 1789 ponía fin a aquella distinción, tan propia del régimen señorial, entre tener el dominio directo de la tierra, lo que hoy llamamos ser dueño, y tener su dominio útil, ser usufructuario.

En orden con estos cambios y con el capitalismo en plena expansión, la monarquía española, preocupada por la falta de recursos fiscales, intentó adaptarse. Antes de que Francia invadiera España en 1808 y de que estallara la revolución en los territorios americanos, la Corona emprendió un proceso de privatización de tierras, llamado “desamortización”, que implicaba recuperar y vender los campos considerados de “manos muertas”. Ello significaba imponer en las colonias un concepto de propiedad para garantizar el dominio absoluto e incondicional de las tierras.

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Prósperos, malévolos y muy vagamundos

Bajo esta estructura de ocupación territorial y producción, sintiendo los efectos de los acelerados cambios de fines del siglo XVIII, se hizo evidente un problema de fondo, que se arrastraba desde hacía tiempo: la escasez de fuerza de trabajo. Ello se sintió especialmente en la región Litoral, sobre todo en la medida en que crecía la demanda europea de cueros y charque. Ni la llegada de personas esclavizadas desde África ni las migraciones regionales, sobre todo cuando se avecinaron los turbulentos tiempos de revolución y guerra, fueron suficientes para paliar esta carencia.

En Buenos Aires, en este período, la ocupación española apenas proyectaba su dominio no más de doscientos kilómetros al Oeste y unos cien kilómetros hacia el Sur. Lo hacía a través de líneas de frontera con fortines defendidos por las compañías de Blandengues y milicianos, alrededor de los cuales se creaban pequeñas poblaciones. Así nacieron, hacia el Noroeste, Arrecifes en 1736, Pergamino en 1745, Salto en 1752, Pilar y Rojas en 1771, y, hacia el Sur, San Miguel del Monte en 1770, Navarro, Chascomús y Lobos en 1799. Más allá de Buenos Aires, su campaña y su frontera, los límites con el mundo de las naciones libres indígenas se extendían a todas las provincias existentes.

En tiempos tardocoloniales, estas fronteras eran escenarios tanto de luchas como de acuerdos de paz con las comunidades tehuelches y ranqueles de la zona pampeana y con los pehuenches de las araucarias cuyanas (centro de la actual provincia de Mendoza). En ese entonces, se realizaron los primeros intentos de avanzar hacia el sur. Por un lado, se fundaron la Comandancia de Patagones (origen de Carmen de Patagones y Viedma) y la población de San Julián (1779), adonde llegaron un centenar de colonos gallegos y maragatos. Se recorrió también, de este a oeste, los ríos Colorado, Negro, Limay y Collón Curá.

Fronteras adentro, vivían “prósperos y honrosos vecinos” y familias labradoras y criadoras de ganado. Los primeros, así se hacían llamar, eran comerciantes e importantes hacendados y estancieros, que, poco a poco, iban volcándose al negocio de la tierra, concentrando la propiedad. Los segundos eran quienes, cada vez con menos recursos políticos y económicos, sufrían la subdivisión por herencia o directamente eran ocupantes sin títulos.

En el Litoral, los conflictos por el trabajo y la tierra entre estos grupos estaban a la orden del día. A fines del siglo XVIII, los llamados “honrosos vecinos” se quejaban por el robo de sus vacas, novillos, caballos, mulas y ovejas. Por su parte, dado que no existían alambrados, como ya hemos señalado, los labradores protestaban porque sus magros cultivos (sementeras) eran comidos o pisoteados por los animales ajenos, lo que requería de una vigilancia constante. Los animales sueltos podían entenderse como una avanzada de los grandes propietarios contra la autonomía de las clases populares.

De acuerdo a la denuncia de los grandes propietarios, los responsables de los robos eran los “marginales” y “malévolos”, que contaban con la complicidad de algún pulpero o comerciante que les compraban la hacienda robada. “Viciosos y mal entretenidos”, “criminales prófugos de las cárceles y perseguidos de la justicia”, “esclavos que se sustraen del poder y servicio de sus amos”, eran las formas que usaban los denunciantes para referirse a esta población que habitaba “ranchos o tugurios de paja”. En 1788, el Cabildo se refirió a “la multitud de haraganes, ociosos y vagos que hay en la campaña empleados en jugar, robar, y hacer muchos excesos”. “Muy vagamundos”, “bandidos”, “ociosos”, eran las etiquetas usadas. La de “vagos y mal entretenidos” fue la que se extendió en el tiempo y se incorporó en las leyes de levas para formar los ejércitos de los tiempos poscoloniales. El gaucho fue la principal expresión del habitante rural perseguido, sobre todo en el Litoral. Desde mediados del siglo XVII, así calificaba el Cabildo de Buenos Aires a los que consideraba los cuatreros y vagabundos que habitaban las campañas.2

Este fue el trasfondo en el que se crearon instrumentos legales de represión y movilización forzosa de población para formar una suerte de “mercado laboral” que sirviera a las estancias ganaderas. Estas nuevas formas fueron la contracara de las luchas por las tierras. El ejemplo más representativo de ello fue la “papeleta de conchabo”, un certificado de pertenencia a un trabajo que debía firmar un patrón, ser actualizado cada tres meses y visado por el juez de paz de una zona. Eran estos jueces, ellos mismos “honrosos vecinos”, parte de las elites propietarias que ocupaban los Cabildos y el poder militar en las campañas.

La falta de títulos de propiedad, no poseer bienes ni residencia fija, era el cargo que se hacía para obligarlos a trabajar para otros. Como hemos visto, esta era la condición de gran parte de la población labradora. Si un poblador no podía mostrar que tenía una “propiedad legítima” y no tenía la papeleta, era destinado al servicio de las armas por cinco años. La estancia o la leva militar. O la fuga y el mundo errante. O la rebeldía “por el común”.  Esta era la herencia colonial, la realidad del infortunio que en 1810 describió Belgrano.


Esta disputa por el trabajo ajeno, por romper la autonomía de las poblaciones, asumió distintas formas. En las Lagunas de Guanacache, desde el siglo XVI, luego de repartirse a los huarpes en encomiendas, se fundaron un par de Pueblos de Indios. Los llamados laguneros trajeron muchos problemas a las autoridades coloniales, ya que en su región se trazó una ruta comercial clave que unía Santiago de Chile, Mendoza, Córdoba y Buenos Aires, y no era sencillo controlarlos. Aquellos huarpes se dedicaban a la pesca, recolección de sal, manufacturas textiles, caza y recolección de huevos y vegetales, además de la cría y engorde de ganado, que usaban para su provecho e incluso llegaban a intercambiar. La gran disponibilidad de recursos en la zona, especialmente el agua, les daba una autonomía que era mal vista por las élites cuyanas, que protestaban por la falta de trabajadores en la época de verano. En la misma localidad, tan temprano como a comienzos del siglo XVII, se quejaban los indígenas porque el corregidor los obligaba a pescar para vender su producción en Córdoba y La Rioja, y les prohibía cultivar para sustentarse. Todavía en 1813, instalados en una villa en Corocorto, protestaban porque no se les daba títulos de propiedad “para que podamos trabajar”.
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Revolución y propiedad

Bajo el fervor revolucionario

El inicio del proceso revolucionario en 1810, no alteró la orientación que iba tomando la economía virreinal hacia el Río de la Plata. Pero sí provocó, con la guerra independentista que sobrevino, un gran consumo de recursos humanos y materiales. Las clases populares y los pueblos indígenas se vieron envueltos en las guerras y ello les dio poder para participar en las disputas políticas y demandar derechos.

En esta realidad, Manuel Belgrano y Juan Pablo Vieytes, entre los más destacados pensadores revolucionarios, promovieron una modernización de las técnicas y políticas agrarias, con especial atención hacia la pequeña propiedad rural. Pero existían importantes dificultades, más allá de la falta de propiedad, para un desarrollo agrario basado en la pequeña producción: las grandes distancias y la falta de caminos e infraestructura adecuada para trasladar las producciones a los mercados.

Cuando Belgrano planteó el problema de las familias labradoras, de aquellos conciudadanos que bordeaban la subsistencia y de quienes, aún peor, vivían “en la desnudez y miseria”, consideró la necesidad de darles la propiedad de la tierra, como clave del éxito de una democracia agraria y la vía hacia la “felicidad”. Ello implicaba pensar políticas de desconcentración:

Esto es muy sabido, como lo es que no ha habido quien piense en la felicidad del género humano, que no haya traído a consideración la importancia de que todo hombre sea un propietario, para que se valga a sí mismo y a la sociedad, por eso se ha declamado tan altamente a fin de que las propiedades no recaigan en pocas manos, y para evitar que sea infinito el número de no propietarios…

Para Belgrano, había que obligar a los propietarios más importantes a vender al menos una mitad de los terrenos que no cultivaban. Como alternativa, proponía garantizar el acceso a la tierra a través de la enfiteusis. A diferencia del contrato de arriendo, aquella debía garantizar la cesión perpetua o a largo plazo del uso de la tierra. En palabras suyas, debía constituir “un casi dominio directo”, a cambio de una módica contraprestación. Así, los labradores podrían salir del “estado infeliz” en que se encontraban, “con ventajas indecibles para la causa pública.”

Es necesario detenernos un instante y subrayar la principal característica de la enfiteusis: se trataba de un tipo de contrato muy extendido y de larga existencia en la Europa feudal, que separaba el dominio absoluto sobre una tierra y el derecho a su usufructo por un determinado tiempo. En otras palabras, un mismo bien (la tierra) generaba derechos para dos personas diferentes: uno cobraba un canon por ser el titular del dominio directo; otro podía trabajar sobre ella a largo plazo y vivir allí por ser el titular del dominio útil. La falta continua de pago del canon permitía al titular del dominio directo recuperar la propiedad plena.

Al mismo tiempo en que Belgrano publicaba estas ideas, en junio de 1810, la primera Junta de Gobierno presidida por Cornelio Saavedra y secundada por Mariano Moreno, despachó una comisión militar a las Salinas Grandes, unos 600 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, fuente de un recurso muy apreciado como la sal, descubierto no hacía mucho por las autoridades coloniales. En aquel período bisagra, las fronteras con los pueblos indígenas estaban muy próximas, conformando un mundo poroso, tensionado entre las negociaciones, el comercio de sal, ponchos, yeguas, riendas y otras manufacturas, las agresiones militares y los malones.

Las tareas de la comisión apuntadas por la Junta consistían en observar la frontera y la relación con los indígenas, el estado de los fortines, la población y la legitimidad de ocupación de los terrenos todavía realengos. En base a dichas observaciones, se debía proyectar la reunión de población, la expansión de las fronteras y la venta de tierras para fortalecer al fisco. El coronel Pedro Andrés García asumió la tarea y produjo un informe que entregó en noviembre de 1811, con un detalle diario de sus experiencias y una memoria con conclusiones, y que se publicó como Diario de un viaje a Salinas Grandes, en los campos del sud de Buenos Aires.

Durante su viaje, García observó un estado de conflictividad importante entre estancieros y labradores, entre vacas y cultivos, y sostenía que “un desorden ha confundido las propiedades”. El coronel dividía en dos a las familias labradoras: por un lado, a quienes llamaba “vagos” o “polillas” porque no pagaban nada y apenas cultivaban dos fanegas de trigo al año; por el otro, los que llamaba “honrosos campesinos”, que pagaban arriendo. En su paso por el curato de Morón calculó que de seiscientas familias, un tercio correspondía al primer grupo.

En función de ello, y para fomentar el arraigo de las familias a las que comparaba con las nómadas árabes y pampas, García proponía tres líneas de trabajo fundamentales: mensurar, dividir y repartir las tierras, formar pequeñas poblaciones y garantizar su seguridad mediante líneas de fortines. García sostenía que era necesario conocer las extensiones de tierra realenga existente, de las propiedades privadas, así como las formas de ocupación y el uso que se hacía de ellas, para proyectar qué tierras dedicar a la labranza y cuáles a la cría de ganados: “Éste será el documento solemne que asegure el patrimonio de nuestra común familia”, aseguraba.

Para los pueblos ya existentes y los nuevos, se diseñaba un modelo de ocupación que partía de un centro de población dividido en solares para que los labradores, artesanos y otras “familias industriosas” vivan en sus casas, con huerto, corral y habitación “desahogada” y un ejido para uso exclusivo de la agricultura, que sólo debía contar con el ganado necesario para el trabajo agrícola y el acarreo, que debería pastar en los campos individuales o comunes o ser alimentado mediante métodos artificiales.

Proponía, además, forzar por ley a los sectores populares a vivir en el pueblo. El gaucho, errante, identificado como problema por el Cabildo de Buenos Aires desde mediados del siglo XVII, debía ser incentivado a llevar otro modo de vida, mediante la propiedad, que sólo se entregaría a condición de formar casa, cercar y trabajar la chacra. Era la única manera -opinaba García- para que los labradores alcancen la independencia, hagan fortuna y sean “verdaderos ciudadanos”. “Su tierra, su hogar, su pueblo: he aquí los ídolos del labrador; en ellos verá la herencia de sus padres, la tumba de sus mayores y la cuna de sus hijos”, sentenciaba.

En complemento, García creía, quizás con demasiado optimismo, que “los propietarios no se opondrán al establecimiento de colonos”. Fundaba dicha creencia en que aquellos se verían beneficiados con la valorización de sus tierras. Este punto era clave, puesto que las poblaciones habrían de fundarse en tierras realengas, que serían donadas, o en las de algún propietario, debiendo el gobierno, en este último caso, “comprar a justa tasación los sitios que se destinen para la traza del pueblo”.

Como Belgrano, proponía una distribución de la tierra en propiedad. De no ser aquello posible, como aquel, también ofrecía alternativas, pero no bajo la forma de la enfiteusis, sino del arrendamiento. A los arrenderos, explicaba, había que asegurarles “el goce de cuanto mejoren y trabajen en su hacienda”. En caso de que su trabajo fuera muy bueno, deberían ser premiados y ayudados para que pudieran comprar la tierra a su dueño, quien, por su parte, no podría negarse ni “sacrificar al labrador.” Concluía: “Pues la ley, que hace sagrado su derecho de propiedad, sostiene a aquel contra las agresiones de la codicia”.

Pensando en la “famosa Dublin”, García extendía sus propuestas. Hablaba de la introducción de métodos y medios de producción modernos, de la atracción de colonos de todo el mundo, de facilitar la comercialización local, regional e incluso exterior, “con comodidad, y con una ganancia módica, pero pronta y segura”. Al igual que Belgrano, pensaba que era importante abaratar los precios del transporte e industrializar la producción, para “dejar la utilidad de la manufactura entre las familias industriosas”.

Finalmente, García se refería a “las tribus de los Pampas”. Admitía que los recurrentes acuerdos fronterizos tendían a ser violados por españoles y criollos y, en consecuencia, también por los indígenas. Entendía, por otro lado, que existían poblaciones hostiles y desconfiadas, a quienes llamaba “indios infieles”, y otras para las que preveía una futura integración en “una sola sociedad”. Sin disimular el interés del Estado por ocupar y enajenar las tierras existentes hasta el Río Negro y hasta la cordillera y sin dejar de reconocer la utilidad del escarmiento, opinaba que había que hacer esfuerzos para garantizar la integración, indicando que “errado fue, y muy dañoso a la humanidad, el deseo de conquistar los indios salvajes a la bayoneta”. García aclaraba que los principales caciques estaban dispuestos a formar poblaciones y convertirse.

Pese a importantes oposiciones, la élite revolucionaria exploró este camino que, aún con sus contradicciones, buscaba integrar y arraigar a las naciones indígenas, fomentar la llegada de labradores europeos y promover la “felicidad” del campesinado criollo y nativo. Lo que conectaba estas proyecciones era la desconcentración de la propiedad.

Bajo el fervor revolucionario, Mariano Moreno, integrante de la Primera Junta, había visualizado esta necesidad en el Plan de Operaciones y había llegado a proponer que el nuevo gobierno tomara las tierras de los propietarios que abandonaban la causa patriota. En 1811, Juan José Castelli, también integrante de la Junta, había ordenado a las intendencias designar y enviar a representantes indígenas, disposición comentada por la prensa como un “principio de humanidad”. La misma Junta, en septiembre de dicho año, había adelantado la supresión del tributo, como medida revolucionaria, a favor de “nuestros hermanos, que son ciertamente hijos primogénitos de la América…”. Pocos años antes, los temidos “pampas” habían sabido ofrecer su ayuda -que no fue aceptada- para expulsar la invasión de los “colorados”, como les llamaron a los ingleses que coparon Buenos Aires en 1806 y 1807.

Seguido de ello, el Primer y Segundo Triunvirato y la Asamblea General que reunió a representantes de las distintas provincias también se orientaron a estos fines. En septiembre de 1812, en medio de la desintegración de la experiencia del Primer Triunvirato, se mandó a hacer el primer plano topográfico de la provincia, por decisión del ministro de Gobierno y Hacienda, Bernardino Rivadavia. Se ordenaba “repartir gratuitamente a los hijos del país suertes de estancia proporcionadas [algo más de dos mil hectáreas] y chacras para la siembra de granos”, formar poblaciones y alcanzar “la felicidad de tantas familias patricias”, que resultaban “víctimas de la codicia de los poderosos”. Paralelamente, se firmó un novedoso decreto que ofrecía “terreno suficiente”, protección y mismos derechos que a los naturales, para todos los individuos y familias extranjeras que quisieran venir y cultivar los campos. Esta política, que quedó plasmada en la Constitución sancionada por la Asamblea de 1813, garantizaba el auxilio en los primeros gastos y quita de impuestos y derechos de importación para semillas, plantas y herramientas, mientras se anunciaba la creación de un Instituto de Enseñanza donde se aprenderían principios de agricultura.

Aquella Asamblea fue la que anunció un futuro fin de la esclavitud, al decretar la libertad de vientres (todo nuevo hijo o hija de esclavos nacería libre) y el final de su tráfico. Además eliminó el tributo y los servicios personales de indígenas, incluida la mita, la encomienda y el yanaconazgo. Una disposición del 12 de marzo promovía tener “a los mencionados indios de todas las Provincias Unidas por hombres perfectamente libres y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos…”. Fue también la que dictó dos importantes leyes en materia de tierras. La primera, del 15 de marzo de 1813, que autorizaba al Poder Ejecutivo disponer de las fincas del Estado (entiéndase, convertir las antiguas posesiones realengas en tierras públicas). De esta manera, pudo entregarlas de distintas maneras y hacerse de recursos fiscales para financiar políticas y, sobre todo, la guerra independentista. La segunda, del 13 de agosto de 1813, que eliminaba los mayorazgos, permitiendo su subdivisión por herencia y venta.3

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Los proyectos radicalizados

El fervor revolucionario se extendió a las distintas regiones del virreinato de maneras muy diferentes.

Las economías del Noroeste y Cuyo, por ejemplo, fueron las que más sufrieron, dado que se habían orientado durante siglos hacia el Pacífico, satisfaciendo con sus producciones la demanda de Chile y Perú, principalmente de ganado mular, artesanías de cuero, aguardientes, harinas, frutas secas, entre otras. No hacía mucho, se habían sentido en algunas de estas regiones los ecos de la rebelión de Túpac Amaru (1780-1783). En las provincias del Litoral, como Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental (Uruguay), se conocieron los proyectos más radicalizados, que tenían como base social a distintos grupos subalternos y que pusieron a su autonomía y a la distribución de la tierra como eje de sus políticas.

En la Banda Oriental, por ejemplo, el proceso revolucionario siguió el camino de una reforma agraria radical. El principal referente fue José Artigas, quien dictó el 10 de septiembre de 1815 el “Reglamento Provisorio de Tierras”, que imponía importantes medidas distributivas. El Reglamento se preocupaba, como en Buenos Aires, por poblar la campaña con trabajadores de la tierra, pero se establecía que los “más privilegiados” iban a ser “los más infelices”, negros libres, zambos, indios y criollos pobres. “Todos podrán ser agraciados con suertes de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad, y a la de la provincia”, se proyectaba. Habría algunas preferencias: viudas pobres con hijos y hombres casados, por sobre los solteros, y americanos por sobre los extranjeros. Como planteaba Moreno, los perjudicados serían los llamados “malos españoles y peores americanos”, que habían emigrado y apoyaban la causa realista.

Artigas, de familia acaudalada, se puso al servicio de la revolución. Se enfrentó por ello con los principales comerciantes y propietarios de Montevideo, mientras debía hacer frente a la ofensiva portuguesa. Por la radicalidad de sus propuestas, además, se ganó la antipatía del gobierno en Buenos Aires. Pero encontró circunstanciales aliados en Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, Misiones y, por menos tiempo, en Córdoba, cuyos gobiernos adhirieron al reglamento y conformaron la Liga de los Pueblos Libres, con el objetivo de alcanzar la independencia y una organización confederal. También encontró apoyos en comunidades originarias como los charrúas, abipones y mocovíes (moqoit) en tensión con los gobiernos locales.

Entre estos aliados, se destacó el líder de las Misiones, el guaraní Andresito Guacurarí, que ejercía la autoridad en este territorio como comandante general de Misiones. En 1818, luego de batallar contra los portugueses, decretó desde Corrientes la libertad de todos los indígenas y creó una gran comercializadora estatal que denominó “Tienda del Ejército Guaraní”. Bajo su autoridad, los cabildos incorporaron los liderazgos indígenas, prácticas democráticas y el reparto de tierras de carácter artiguista. En junio de 1819, Andresito fue apresado por los portugueses. Un año más tarde, Artigas debió exiliarse en Paraguay. El proyecto confederal fue derrotado.

También en máxima tensión con el gobierno porteño, el general José de San Martín buscaba expandir la revolución hacia el Perú. En 1814, fue designado como gobernador de Cuyo y desde allí formó el ejército con el que cruzaría la Cordillera de los Andes. Para financiarlo, buscó promover la producción y dispuso una “contribución extraordinaria de guerra”, que recayó sobre los bienes declarados de las familias propietarias. En materia de ingresos y gastos, decidió no enviar el diezmo cuyano al obispado de Córdoba (Mendoza dependía de esta ciudad) y aumentó otros impuestos, como el del vino y aguardiente.

Entre otras políticas, San Martín ordenó recuperar propiedades de los españoles prófugos y muertos sin testar, ordenó obras públicas, como acequias y caminos, e impulsó planes de fomento agrícola en tierras públicas, como sucedió en las zonas de Barriales (unos 50 kilómetros al sudeste del centro de Mendoza) y en Pocito (San Juan), con distribución de solares, quintas y chacras. Las tierras incorporadas a la producción se destinaron principalmente a cultivos de alfalfa (vinculados a la actividad ganadera) y al trigo. Por otro lado, buscó reglamentar las condiciones de contratación de los peones rurales, disponiendo que los patrones certificaran por escrito el pago en tiempo y forma de sus jornales.

El caso de Barriales mencionado demuestra cómo la voluntad política podía alentar dinámicas de territorialización y relaciones comunitarias preexistentes. En la década de 1800, este espacio fue incorporado a las estrategias patrimoniales de sectores pudientes de Mendoza, en buena medida porque era cruzado por el camino de carretas hacia Buenos Aires. Compraron tierras a escaso valor, se realizaron mejoras hídricas y comenzaron trabajos agrícolas. Ello atrajo población, un aumento de las transacciones de tierra y su valorización. Durante la gestión de San Martín, se aceleró este desarrollo, debido a la necesidad de obtener soldados, metálico y cultivos para el Ejército de los Andes. Se iniciaron nuevas obras hídricas, como la construcción de la acequia matriz para subir agua del río Tunuyán, y se abrió un camino hacia la ciudad, despertando el interés por poblar la zona y producir sus tierras. Uno de los logros, en este sentido, fue el de cambiar tierras por esclavos, para engrosar las filas del ejército. Por entonces, las fincas y estancias mendocinas contaban con gran cantidad de mano de obra esclava. Por otra parte, se estabilizaron los precios y se entregaron tierras del Estado a ocupantes, articulando los mecanismos de la moderada composición y las mercedes. También se repartieron en calidad de premios por las participaciones en expediciones militares. A ello se sumaban las estrategias de los propietarios, de canjear el usufructo de sus dominios por trabajo, habilitando a trabajadores con sus familias, llamados “inquilinos”, a habitar y producir estas tierras de dueños ausentes a cambio, por ejemplo, de mantener las acequias. En algunas ocasiones, cedieron incluso el dominio directo. El mismo José de San Martín concedió en propiedad parte de sus tierras obtenidas por sus servicios a un colono, con quien compartió las utilidades del ganado y la pulpería. Este aumento de las transacciones, poblamiento y puesta en producción, tenían a la política pública como sostén.

En esta coyuntura apremiante, San Martín entró en entendimiento con los huarpes de Guanacache, que formaron parte de su ejército, y con pehuenches del sur, que facilitaron su misión. El arreglo consistió en legitimar el reclamo de sus tierras y dar continuidad al pacto militar/fronterizo de época colonial, al que ya nos referimos. Este reconocimiento, que fue revisado y renegociado en años posteriores, se daba en un contexto de retroceso de esos derechos, en tanto avanzaban las leyes de privatización de tierras.

Hacia el norte, escenario de las primeras batallas contra los realistas, se desarrolló tempranamente la “guerra gaucha” liderada por Martín Miguel de Güemes, quien convocó para combatir a campesinos, indígenas y gauchos, a quienes prometió satisfacer el anhelo de largo aliento existente en los pueblos de los valles calchaquíes: el derecho al uso de la tierra sin pagar tributos ni arriendos y el freno de los despojos.

Distinto fue lo acontecido en Santiago del Estero. En 1816, el Cabildo de esta provincia dispuso trasladar once Pueblos de Indios y dar la tierra que ocupaban en arriendo a cualquiera dispuesto a pagar el canon estipulado. En caso de no desalojar a quienes allí habitaban, se dispuso que “se saque lo que corresponda a los individuos asentados que viven en ellos y las disfrutan”. Dos años más tarde, se subastaron tierras para costear los gastos para la construcción del fuerte de Abipones. Una reubicación similar se propuso para las poblaciones de Sabagasta, Salavina, Pitambalá, Manogasta y Anchanga.

Resulta interesante comentar también lo sucedido en Paraguay, donde el proceso independentista se inició un año después que en Buenos Aires y se desarrolló de forma paralela. El gobierno de José Gaspar Rodríguez de Francia (1813-1840) dispuso que pasen al patrimonio estatal las tierras realengas, las de los jesuitas expulsados en 1767 y las de españoles y criollos opositores, decisión que se profundizó en años posteriores y sólo fue revertida luego de la derrota en la “Guerra de la Triple Alianza” (1864-1870), en la que murieron 300 mil paraguayos. El Estado se convirtió en el principal propietario del suelo y se crearon las “estancias de la Patria”, pequeñas parcelas que se entregaron de forma condicionada a familias de baja condición social, indígenas y criollos, para que fueran trabajadas. A cambio, pagaban un módico arrendamiento. No se les daba títulos de propiedad, pero el acceso a la tierra estaba garantizado. Estos establecimientos estuvieron libres de impuestos, proveían de carne al ejército paraguayo y a la población de Asunción, abastecían a las escuelas rurales y producían semillas y herramientas de labranza.

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Tiempos de crisis

En la segunda mitad de esta década revolucionaria, el poder central pretendió movilizar población hacia zonas de frontera y crear poblaciones mediante leyes de donación, por las cuales, como con la mercedes, se concedían terrenos bajo la obligación de poblarlos y trabajarlos. Esta fue la primera gran cesión de tierras del nuevo Estado.

Las entregas se hicieron por decisión del Congreso de Tucumán, que había reemplazado a la Asamblea General. La primera ley, en este sentido, fue sancionada en mayo de 1817. La segunda, que se hizo extensiva a tierras provinciales, dos años más tarde, en mayo de 1819. En ambos casos, las reglas o condiciones de poblamiento no fueron más que una intención y una carta abierta para la especulación. Por este medio, importantes proveedores e ingenieros que trabajaron para el Ejército y el Estado aprovecharon la coyuntura crítica para cobrar sus trabajos con tierras, un gran negocio que fue el origen de importantes terratenientes de los tiempos posteriores.

Distinto fue el caso de la vieja moderada composición, que se mantuvo vigente como en tiempos coloniales, aunque brindando más posibilidades de acceso a pequeños y medianos productores y a milicianos, como observamos que sucedió en Mendoza. Y sin embargo, los intentos de dotar a las familias labradoras de propiedades debieron transitar caminos llenos de obstáculos. Entre otros, por las crisis propias de los tiempos de guerra, con sus saqueos, pillajes, captura de botines y, por sobre todas las cosas, por las levas que buscaban nutrir los ejércitos. Pero también, por el crecimiento de las estancias y la economía ganadera, que demandaban un importante caudal de fuerza de trabajo.

Las levas eran una herramienta de gobierno conocida y tuvieron un gran impacto en la década revolucionaria. Apenas instalada la Primera Junta, volvieron a aplicarse. Sólo de Buenos Aires, cuya población rondaba las 40 mil personas, habrían sido convocados unos tres mil hombres. Ello demandó un esfuerzo del Cabildo porteño para reclutar peones en las provincias, a quienes se prometió que podrían volver libremente a sus casas luego de realizados los trabajos. Las autoridades arremetieron contra los que identificaban como “vagos” y “malentretenidos”, sobre todo en el mundo rural. Ello fue ordenado, por ejemplo, por el intendente de Buenos Aires, Manuel Luis de Oliden, en 1815. En caso de deserciones, el reclutamiento se extendería, como reprimenda, a los familiares directos y a los vecinos cercanos de quienes escapaban.

En ocasiones, esta política de levas fue coherente con la intención de crear un mercado de trabajo rural, obligando a las familias labradoras a entregar fuerza de trabajo a las grandes estancias, para evitar ser llevados a los frentes de guerra. Más adelante, veremos actuar a las policías provinciales como si fueran agencias de colocaciones o conchabos, contrariando los principios revolucionarios de la igualdad civil y la libertad. Sin embargo, en otras oportunidades, las levas disgustaron a los propietarios, que veían caer la oferta de brazos y aumentar, en consecuencia, el costo de la mano de obra.

Libreta de conchabo expedida por el Departamento de Policía. Buenos Aires, década de 1850. Sala VII. Archivo General de la Nación, Fondo Lamas. Legajo 2671.

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El optimismo de la enfiteusis

Las tierras y las fronteras interiores

La década revolucionaria dejó un esbozo de país con muchos desafíos y proyectos y distintos conflictos internos. El único acuerdo, la ruptura del vínculo colonial, resonaba por su carácter destructivo antes que constructivo.

Luego de la experiencia de la Asamblea Constituyente, el gobierno directorial (1814-1820) empujó una primera constitución para el país, que fue sancionada en 1819. Fue unitaria y centralista. Tras la caída del Directorio en 1820, un nuevo esqueleto de país volvió a armarse en 1826, con el gobierno de Buenos Aires a la cabeza. Se lanzó la República de las Provincias Unidas, cuyo primer presidente fue Bernardino Rivadavia, y se sancionó una segunda Constitución, que recogía los preceptos de la primera. En esos primeros años de la década de 1820, el proyecto artiguista era definitivamente derrotado y San Martín llevaba las banderas de la independencia hacia el Perú. Se agudizaron las guerras civiles entre federales y unitarios y se abrió el frente bélico con Brasil (1825-1828). Hacia el final de la década, forzados tratados y pactos abrieron el camino de creación de la Confederación Argentina, bajo el dominio del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.

El mapa de aquel país era acotado, muy distinto al que hoy conocemos. Las fronteras externas y las internas estaban en movimiento. Buenos Aires, puerto y terminal política del proyecto unitario y del nuevo vínculo neocolonial con Gran Bretaña, marcó el pulso del nuevo tiempo, con su economía pastoril y de exportación. Y en tanto no se alcanzaba un orden que unificara las voluntades e intereses de las elites provinciales, los gobiernos locales, cada uno por su cuenta, buscaron ganar autonomía y reconstruir sus economías.

Mapa de 1810. Extraído de Rómulo Menendez (1982). “Las Conquistas Territoriales Argentinas”. Editorial: Circulo Militar.

En materia de tierras, el espíritu liberal ganó terreno entre las élites, en pos de imponer los principios de la economía capitalista. Pero no faltaron resistencias, como las de las naciones indígenas libres en las zonas de frontera. Al iniciarse la década, Pedro García insistió con su tesis integracionista. Este coronel, que no pretendía ahorrar energías agresivas contra los indígenas que no se sometieran a la paz, advertía sobre lo perjudicial de sostener una “guerra permanente con dichos naturales” contra quienes “no puede haber un derecho que nos permita despojarles con una fuerza armada sino en el caso de invadirnos”. Sin embargo, en este período,  el ímpetu indigenista de los primeros patriotas fue devorado en la pelea por la tierra y en Buenos Aires se impuso una línea militarista, sostenida por el gobernador Martín Rodríguez (1820-1824).

En los primeros años de la década de 1820, en el Sur y Oeste de Buenos Aires, en poblaciones de frontera como Lobos, Chascomús, Dolores, Luján, Pergamino, Tandil, Sierra de la Ventana y Melincué, tuvieron lugar una serie de enfrentamientos que involucraron a distintas parcialidades indígenas (tehuelches, ranqueles y araucanos) y al gobierno bonaerense, reproduciendo una lógica de agresiones y pactos existente en los últimos tiempos coloniales. Allí se ponía en juego la frontera sur, marcada por el río Salado, que era sobrepasada por la avanzada de estancieros que ocupaban las tierras. En las masacres, robos de animales, bienes y personas, que se produjeron, terciaron las intrigas de viejos líderes realistas. Con Rodríguez a la cabeza, el gobierno bonaerense impulsó tres fuertes campañas militares, que se repitieron en 1826 y 1827, culminando el proceso con el corrimiento de la frontera y las fundaciones del Fuerte Federación y de la Fortaleza Protectora Argentina (que hoy conocemos como Junín y Bahía Blanca, respectivamente).

En las políticas hacia los indígenas, actuaban tanto Juan Manuel de Rosas, importante estanciero y comandante de milicias, que presidió en 1825 la “Comisión Pacificadora de Indios”, como el coronel Federico Rauch, militar prusiano que había sido contratado en 1819 por el Directorio Supremo, que combatió en las filas unitarias y que era conocido por sus métodos brutales contra los indígenas. En 1829, Rosas alcanzó la gobernación bonaerense, mientras que Rauch, quien expresaba la opción del exterminio, fue degollado en medio de un combate con tropas federales, a manos del cacique ranquel Arbolito. En estas campañas al sur, numerosa población afrodescendiente, que compraba su libertad participando de las fuerzas porteñas, falleció producto del hambre y del frío.

La otra gran frontera interna con el mundo indígena se encontraba alrededor del gran espacio chaqueño. La compartían Santa Fe al Sur, Corrientes al Este, y Salta, Tucumán, Santiago del Estero, al Oeste. Desde mucho tiempo antes, las elites hispano-criollas anhelaban atravesar y explotar sus llanuras, campos y montes, sus bosques y maderas, ríos y peces, y aún más los brazos de las todavía culturas indígenas libres. Desde Salta, en su avance hacia el oriente, a lo largo de los ríos Bermejo y Pilcomayo, iban logrando atraer y subordinar a poblaciones wichí y nivaclé.  Desde Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, que encabezó la rebelión autonomista local, lanzó expediciones militares para fortalecer y poblar la frontera contra los pueblos guaykurúes.

En esta última provincia, en la frontera saladina, para asegurar la producción en las estancias y protegerla de incursiones indígenas, Ibarra mandó a instalar a “reos”, “vagos” y a enemigos políticos, con sus familias. Eran lugares de destierro, como El Bracho, por ejemplo, una especie de cárcel abierta en el medio del monte, o los fuertes de Abipones y Matará. Como sucedía en mayor o en menor medida en otras provincias del Noroeste y de Cuyo, las comunidades indígenas iban perdiendo terreno, por mestizaje, migraciones y desarticulaciones. En San Juan, se desconocían los Pueblos de Indios, que anteriormente habían pasado a disolverse en Villas de Españoles y ahora se perdían en estancias bajo relaciones serviles.

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Nuevo esbozo de la colonización europea

Desde la perspectiva de estos nuevos gobiernos, a la presencia indígena, se sumaba otro problema: la gran extensión del territorio y la escasa población trabajadora. Frente a ello, se presentaba el desafío de promover la inmigración europea. Pero así como sucedía con la guerra de fronteras internas, la atracción de población blanca labradora demandaba importantes gastos, que sólo podrían ser compensados a largo plazo, si el proyecto prosperaba, a partir de un mayor dinamismo de la economía y la consecuente generación de nuevos recursos fiscales.

La llegada de europeos al “nuevo mundo” a fines del siglo XV había significado una verdadera conquista de tierra y un sometimiento y eliminación de población. El primer conquistador fue Cristóbal Colón. Por su apellido, el  sentido común puede indicar que llamamos “colonización” a la iniciativa posterior de todo poblador europeo de cruzar el océano Atlántico e instalarse en estas latitudes para producir la tierra. Sin embargo, el término colono se remonta al mundo antiguo y se relaciona con el término del latín que se refiere a la práctica del cultivo.

En el período independiente, el primer esbozo del proyecto colonizador se delineó con la Asamblea de 1813, como ya comentamos. El segundo sobrevino una década más tarde. El 22 de agosto de 1821, Buenos Aires sancionó una ley para habilitar el transporte de familias europeas a la provincia. Tres años más tarde, se creó la Comisión de Inmigración, compuesta por doce argentinos, cinco ingleses y dos alemanes que, un año más tarde, con espíritu rivadaviano, dictó el Reglamento de Emigración.

En esta iniciativa, Buenos Aires competía con los Estados Unidos, sobre todo a la hora de atraer familias del norte europeo, como explicaba tempranamente el ministro Rivadavia a los miembros de la Casa Hüllet & Cía. de Londres. Quien durante la década anterior había sido encomendado por el gobierno revolucionario para entablar gestiones diplomáticas en la capital británica, ahora, como ministro de gobierno bonaerense, buscaba obtener réditos políticos de aquellos tiempos.

El Reglamento facultaba el nombramiento de agentes en Europa para ejecutar contratos con extranjeros. Se procuraba atraer artesanos y agricultores, garantizándoles acceso a la tierra, alojamiento y trabajo. El tamaño de las parcelas que se iban a entregar dependía de la capacidad de producción de cada labrador, pero como mínimo se estipulaban unas veinte hectáreas. Se acordaba darles préstamos de trescientos pesos, a devolver en plazos cómodos y con un interés anual del seis por ciento, y se garantizaba un régimen de preferencia para que la familia labradora pudiera comprar el terreno si el Estado decidía venderlo.

Bajo determinadas circunstancias, los empresarios también estaban habilitados para traer inmigrantes por su cuenta y acceder a los beneficios que brindaba la Comisión. Aunque los contratos debían ser libres y espontáneos, la Comisión tenía el deber de regularlos, estableciéndose su anulación por falta de salud, maltrato o trabajo excesivo.

En el marco de estas gestiones, John Thomas Barber Beaumont formó la Asociación Agrícola del Río de la Plata que, entre 1825 y 1826, embarcó a casi quinientos escoceses, ingleses y alemanes, rumbo a Buenos Aires. El primer grupo de inmigrantes debía instalarse en San Pedro, al norte de la  provincia. Pero solo algunos llegaron y pocos se mantuvieron. Un importante contingente se quedó en Buenos Aires, buscando otras oportunidades.

En tanto, unas doscientas familias fueron dirigidas a la Calera de Barquín, Entre Ríos, impulsados por el mismo Beaumont. El acuerdo firmado entre el gobierno central y el de Gran Bretaña era saludado por el gobierno provincial, que les ofreció a los aventureros exención de impuestos y del servicio militar por una década. Pero su asentamiento estuvo atravesado por los avatares de aquella coyuntura: conflictos políticos, la guerra con el Brasil, hurtos y pillajes. Algunos pocos cultivos de legumbres y cereales quedaron como huella de esta iniciativa.

Simultáneamente, aquella misma compañía trajo a unos doscientos alemanes a las zonas rurales de Buenos Aires. Se promovió la instalación de chacras (chácaras, se decía) en la Chacarita de los Colegiales, antiguo territorio jesuita, donde existían algunos arrendatarios que pagaban como canon cinco fanegas4 de trigo al año. En septiembre de 1826, se dispuso por decreto la creación del pueblo llamado Chorroarín, que se dividiría en solares y quintas para cultivos. Las tierras no se vendían, sino que se entregaban bajo contrato de enfiteusis, pero sin cobrar el canon durante los primeros dos años. El proyecto no prosperó como se esperaba, al parecer por falta de herramientas y ambientación cultural.

Poco después, llegaron inmigrantes vascos e irlandeses. Estos últimos se radicaron en las chacras del sur, en Ensenada. En tanto, unos 220 escoceses se instalaron en la estancia Monte Grande. Esta iniciativa, que creció enseguida con nuevos contingentes, fue promovida por los hermanos Guillermo y John Parish Robertson, involucrados en el contrato del empréstito Baring, que enseguida mencionaremos. La colonia adoptó el nombre Santa Catalina, pero finalmente se disgregó, producto, en parte, de los malos manejos financieros de los Robertson. A partir de 1829 quedaron anulados los contratos inmigratorios.

No muchos años más tarde, Domingo Sarmiento recordó estos proyectos como parte de la “feliz experiencia” rivadaviana. Según el comerciante británico William Mac Cann, la experiencia de Monte Grande ofreció las mayores promesas, pero fracasó porque no fue favorable la coyuntura política, en referencia a las guerras entre unitarios y federales. Los inmigrantes se dispersaron en la ciudad y unos pocos volvieron para trabajar en grandes chacras, ya sin contratos colonizadores. Por la misma época y en respuesta a Mac Cann, desde Montevideo, el unitario Florencio Varela se refirió a las empresas de Beaumont y de Robertson. Opinó que la primera dio sólo pérdidas y descrédito, porque los emigrados fueron enviados sin responsables y abandonados durante meses, mientras que la segunda fue más calculada, ya que trajo a agricultores escoceses experimentados, que viajaron con sus familias, criados, peones e instrumentos y los terrenos habían sido comprados de antemano, lo que dio sus frutos hasta que “la guerra civil la dio por tierra”.

En paralelo, en el sur bonaerense, en una vieja estancia sureña que pertenecía, desde los tiempos coloniales, a Juan de Zamora, se asentaron unas treinta familias criollas para realizar trabajos agrícolas. La iniciativa fue impulsada por Tomás Grigera, quien luego publicó el Manual de Agricultura. En marzo de 1821, solicitaron al gobernador bonaerense el amojonamiento, deslinde y cesión de propiedades, para que “pueda cada uno con perfecto conocimiento de lo que es suyo, limpiarlo, labrarlo, sembrarlo, plantarlo de montes y utilizarlo finalmente en provecho propio, de la Sociedad y del Estado”. La petición fue aceptada. Se formaron treinta chacras, de unas 26 hectáreas cada una. Los terrenos eran “montuosos y rebeldes”, pero la localización era buena para abastecer a la ciudad. Estaba situada en el camino hacia San Vicente y, más lejos, hacia San Miguel del Monte.

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Tierra, deuda, ¿y felicidad?

Estas políticas demandaban no sólo recursos fiscales, sino un nuevo orden legal y territorial. Como comentamos, ante las disoluciones de los experimentos centralizadores, cada provincia promovió sus propias constituciones y leyes, algunas de las cuales se referían específicamente al acceso a la tierra. Si a fines de la década revolucionaria se habían impulsado las donaciones de tierras, ahora se promovía el régimen de la enfiteusis. Como vimos, a esta figura se había referido Belgrano, en busca de la “felicidad” de los labradores. Sin embargo, su uso desde los años veinte, que significó una segunda gran oleada de privatización de la tierra pública, tuvo otra explicación.

En Buenos Aires, en sus primeros meses de gobierno, Rodríguez apeló a las leyes de donaciones para enajenar tierras. Sin embargo, en parte porque se detectaron abusos y desalojos, muy pronto se ordenó la prohibición de vender la tierra pública. Ello se hizo mediante dos decretos, del 22 de agosto de 1821 y 17 de abril de 1822, y sucesivas disposiciones, como la del 21 de julio de 1822, que buscaban corregir “siniestras interpretaciones” a que habían dado lugar. Más adelante, en septiembre de 1824, dos decretos provinciales avanzaron con un régimen que iba asumiendo la forma de la enfiteusis, declarando obligatoria su extensión para todos los ocupantes de campos públicos. Aquel año, se creó el Departamento Topográfico, que promovió el cambio en las formas de medir los terrenos, considerando la superficie en lugar del frente a lo largo del río.

Esta iniciativa en materia de tierras, tenía una sólida explicación. Aquel 1824, el gobernador había encargado al ministro Rivadavia negociar un empréstito en Londres, en parte para financiar la instalación de nuevos pueblos de frontera. El acuerdo se concretó ese mismo año, con el crédito internacional tomado con el banco Baring Brothers, que hoy conocemos como el origen del sistema de endeudamiento con el extranjero. Este crédito tuvo a la tierra pública como garantía de pago de los intereses y devolución de los créditos. La tierra fue hipotecada. Por eso no se podía vender y su distribución debió hacerse mediante el sistema de la enfiteusis.

Dos años más tarde, en 1826, cuando se intentó relanzar un proyecto unificado de país, Rivadavia, ahora presidente, logró dar carácter nacional a esta política. El nuevo Congreso de las Provincias Unidas sancionó en febrero una ley que confirmó la prohibición de enajenar las tierras públicas. Esta disposición y otras posteriores generaron no pocos debates, dado que declaraban a numerosas tierras de las provincias como pertenecientes a la nación. El 18 de mayo de 1826, el proyecto rivadaviano se completó, al sancionar el Congreso la ley nacional de enfiteusis.

Con ella, el Estado demostraba su voluntad de no vender las tierras hipotecadas. Pero también su pretensión de poblarlas y generar arraigo. Ello era así ya que promovía un derecho de uso de veinte años de las tierras que ingresaban a este régimen y una preferencia del beneficiario para la renovación o compra. El contrato de la enfiteusis buscaba así aproximarse lo más posible a la propiedad y alejarse de la transitoriedad y precariedad del arrendamiento. Desde el punto de vista de la renta a percibir, el Estado la asimiló a la contribución directa sobre los inmuebles, agregando que la revaluación de las tierras se haría una vez cada diez años, por decisión de un jurado compuesto por cinco vecinos propietarios. En aquella oportunidad, el diputado Juan José Paso planteaba que “será infinitamente útil que se estreche la campaña de pastoreo, que se siembre, que haya bellas ciudades, todo género de población”, pregonando el asentamiento de quienes buscaban tierras para la labranza y para exportar frutos. El legislador proyectaba un aumento poblacional, el desarrollo la industria y “la riqueza de la campaña”.

Entre 1826 y 1829, prácticamente no se entregó tierra si no bajo la enfiteusis, con enorme entusiasmo, tanto que Nicolás Avellaneda, cuarenta años después, aseguró que llegaba a decirse que en Buenos Aires todos se hacían estancieros y enfiteutas.

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Buenos Aires, los ejidos y las derivas de la enfiteusis

Buenos Aires profundizaba su conexión con el mercado externo. La tierra atraía cada vez más a las viejas clases dominantes, grandes importadores, exportadores, financistas y rentistas y a personas advenedizas que aprovechaban sus conocimientos sobre las fronteras y otras ventajas. Todos buscaban un lugar entre los “hacendados principales” y, de conjunto, estaban formando la clase terrateniente bonaerense. Este impulso demandaba, por cierto, más y más tierras, seguridad en las fronteras y mano de obra, tanto para el trabajo en las haciendas y estancias como para las milicias y el ejército. Y, por supuesto, un mayor caudal de recursos fiscales.

En las cercanías de la ciudad, vivían numerosas familias agricultoras, criadores de ganado, quinteros y estancieros de distinta importancia. En estas tierras, como había observado Pedro García, era tan común la ocupación sin títulos como la tenencia legal. Hacia el Sur, hasta el río Salado, y hacia el Oeste, predominaban las estancias ganaderas de gran tamaño y los fortines, como espacios de población y centros de poder político. De ahí en más, se encontraba la porosa zona de frontera, teatro de intenso intercambio comercial y cultural entre la sociedad blanca y la indígena. Más allá de ella, las “naciones libres”.

Junto a la enfiteusis, esta década de 1820 vio crecer la preocupación por la formación de las tierras ejidales para la producción de alimentos para las ciudades. En 1823, se dio la orden de crear las trazas de ejidos alrededor de los pueblos de campaña, con 2,3 mil hectáreas de circunferencia primero y 10 mil hectáreas más tarde. Estas tierras se declararon como de “pan llevar”, prohibiendo el pastoreo en ellas. El primer paso se dio en San Nicolás.

Para los ejidos, así como para las tierras de campaña y las de frontera, se aplicó la enfiteusis. Y ello ocasionó numerosos conflictos. En buena medida porque, a diferencia de lo que presuponía la creación del nuevo régimen de acceso a la tierra, los beneficiarios no fueron, en general, las desdichadas familias labradoras. A éstas podía resultarles muy difícil acceder a este tipo de contratos, en cuyo otorgamiento intervenían las comisiones de solares de cada pueblo, los jueces de paz y los comandantes de frontera, verdaderos núcleos de poder.

Fuera de las tierras ejidales, en la campaña y sobre todo en las fronteras, el nuevo régimen habilitó un enorme acaparamiento en manos de importantes ganaderos, convertidos de pronto a enfiteutas. Este peligro había sido ya denunciado por algunos diputados del Congreso que sancionó la ley en 1826, que advirtieron que, con un modelo similar, la Roma antigua había sucumbido bajo el peso de las grandes propiedades. Es que la ley no había establecido límites máximos, creyendo sus promotores que la especulación se evitaba al imponer un canon proporcional al tamaño de la tierra. Pero no solo se evitaron los controles y se evadieron los pagos, sino que acceder a la enfiteusis era una forma de hacerse de tierra conservando flujo de capital, a la vez que se incorporaban las prácticas del subarriendo, trasladando los costos a modestos ocupantes.

Esto último resultó justamente problemático al comenzar la segunda mitad de la década, cuando el país entró en guerra con el Brasil y sufrió el bloqueo del puerto de Buenos Aires (1825-1828). El ingreso al conflicto bélico demandó un enorme gasto fiscal, que se cubrió en buena medida con emisión de dinero, con la consecuente alza de precios que duró varios años. En paralelo, el gobierno bonaerense actualizó las leyes de levas y las reprimendas contra “vagos y malentretenidos”, aquellos a quienes no se reconocía propiedad o contrato legal, lo que disparó el descontento en amplio sectores populares, incluso de estancieros que podían quedarse sin trabajadores. En 1825, una “Circular a los jueces de paz” prescribía que debía negarse la condición de labradores a quienes no tenían propiedad o no habían firmado un contrato legal para establecerse. En similar sentido, pueden leerse las Instrucciones a los Mayordomos de Estancias que rigieron desde 1825 en las propiedades de Rosas, que establecía rigurosas condiciones de prestación de servicios a cambio de poder vivir en sus tierras.

La crisis terminó con la experiencia presidencial de Rivadavia. Disuelto el poder central, la gobernación de Buenos Aires recobró protagonismo, al mando de uno de los máximos opositores al caído gobierno unitario: Manuel Dorrego. Durante su gestión, el líder del partido federal porteño intentó reparar los abusos de la enfiteusis. Primero, por decreto de noviembre de 1827, buscó imponer límites máximos a estos contratos en tierras de frontera y exigir la condición de poblamiento. Al mes siguiente, también por decreto, ordenó regular la venta de tierras ejidales de “pan llevar”, a pedido de personas que los ocupaban y habían introducido mejoras de importancia. Medio año más tarde, llevó el régimen de enfiteusis a estas tierras bajo nuevas condiciones, bajando el plazo del contrato de 20 a 10 años y estableciendo un canon de 2 por ciento anual. Otra ley llevó estos cambios a los contratos enfitéuticos existentes sobre otras tierras. Finalmente, nuevas medidas eliminaron los revalúos de las fincas, establecieron una renovación indefinida de los contratos enfitéuticos y regularon sus transacciones privadas.

 

Como promotor de medidas de protección hacia el sector agrario y de los sectores populares, siendo diputado, Dorrego había impulsado en 1824 la prohibición de importar harina y, durante su gobernación, buscó imponer precios máximos a la carne y al pan en contextos de escasez. Además, entre las primeras medidas de su gobierno, eliminó las levas forzosas. En 1828 se firmó la paz con Brasil y, en medio de las cada vez más cruentas guerras civiles, Dorrego fue derrotado y fusilado por el general Juan Lavalle y sus fuerzas unitarias. Lavalle implantó una dictadura en Buenos Aires, pero debió renunciar a los pocos meses tras perder apoyo interno, asumiendo como gobernador Juan José Viamonte.

En aquella Buenos Aires de la década de 1820, más allá de la enfiteusis, se dio acceso a las tierras por medio de premios, donaciones condicionadas y mercedes, la moderada composición y contratos de arriendo y aparcería.

Las donaciones condicionadas permitían acceder al usufructo de la tierra, sin el cobro de un canon. Los beneficiarios tenían la obligación de poblar y producir la tierra. Con el tiempo, fueron muy pocos los que pudieron transformar esta figura legal en propiedad. Es probable que muchos se mantuvieran como ocupantes de hecho. Complementariamente, se usaron las viejas mercedes. Esta combinación se observó en las zonas de frontera, como en el pueblo de Patagones y en la región de Azul. El decreto de septiembre de 1829 firmado por Viamonte para entregar tierras en esta última excluía a extranjeros, pero no benefició a los pueblos indígenas.

Por otro lado, pequeños productores, incluidas mujeres, accedieron a la tierra por medio de la moderada composición. Para estos ocupantes, los trámites, incluida la contratación de agrimensores, no eran baratos, pero eran más accesibles que los remates y, al fin y al cabo, eran quizás la única manera de consolidar el trabajo que habían volcado a la tierra durante años.

Este escenario, de conjunto, componía un cuadro de importante fragilidad y conflictividad en torno a la tierra, que se presentó en la justicia. En los tribunales civiles se discutían títulos o escrituras, contratos de aparcería, alquileres y arrendamientos, límites de las propiedades, ocupaciones de arrimados y desalojos.

El pueblo de Tandil se creó en 1823 por medio de donaciones, el de Bahía Blanca, en 1828, se pobló por medio de la enfiteusis. Azul, en 1832, por medio de las donaciones condicionadas.

Mapa de la frontera Sur y Oeste de Buenos Aires, con sus fuertes y fortines. 
La línea verde marca la primera línea de frontera, de 1751. La línea roja marca la segunda línea de defensa, frontera, entre 1779 y 1829. La línea negra, el límite alcanzado en 1852.
Unidad documental II102 -Archivo General de la Nación.

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Las provincias en tiempos de enfiteusis

Al igual que en Buenos Aires, en Córdoba se utilizó la enfiteusis y se ordenaron como ejidos y pastos comunes las tierras circundantes a las ciudades y pueblos. En un comienzo, labradores y ocupantes modestos pudieron acceder a estos contratos, beneficiándose con el bajo canon. Pero tras la disolución del Congreso General (1824-1827), se pusieron en venta estas tierras. La ley del 20 de marzo de 1827 que dio cauce a esta decisión, daba prioridad a los pequeños enfiteutas, pero tenían dos meses para cumplir con el pago, de modo que el supuesto favor se diluyó en manos de sectores más pudientes que contaban con el capital necesario para adquirirlas. Aquella ley fue un gran empuje para la expansión de la propiedad privada plena, sólo frenada coyunturalmente por los cambios políticos y nuevas leyes al final de aquella década.

Entre los sectores perjudicados por estas medidas, estuvieron las comunidades indígenas. En Córdoba existieron varios Pueblos de Indios, como Quilino, Soto, Pichana, La Toma, San Marcos y Cosquín. A lo largo del siglo XIX, sus derechos a la tierra fueron desconocidos. El caso del pueblo de La Toma es paradigmático. Fue creado por los jesuitas en 1670, en los alrededores de la ciudad, con población de los pueblos malfines, quilmes y otros de origen diaguita, castigados y “desnaturalizados” luego de las rebeliones calchaquíes. Un siglo más tarde contaba con unas quinientas personas, que cultivaban hortalizas y legumbres y fabricaban tejas, ladrillos y baldosas. No pagaban tributo en dinero, pero garantizaban el abastecimiento de agua, leña y servicio de limpieza en la ciudad. Cuando se decidió formar el ejido de la ciudad, el Cabildo (existente hasta su disolución en 1824), colocó aquellas tierras en manos de particulares, a través de contratos de enfiteusis, debiendo poblar, edificar y pagar un canon. Luego, esas tierras se vendieron, dejando atrás a sus antiguos poseedores.

En Santiago del Estero se legisló poco en materia de tierras y cuando se lo hizo, resultaron afectados los pueblos indígenas. Una forma usual de acceso fue el arrendamiento. En el curato de Guañagasta, vivía una “pobre feligresía”, en su mayoría indígena. Eran labradores, productores de maíz, recolectores de cera y miel y especialistas en tejidos, que solían llevar al circuito mercantil. Además, sabían migrar al Litoral para conchabarse por jornal. En su pueblo, había “agregados” que pagaban arriendos, hasta que el gobierno dispuso la venta de las tierras comunitarias. Por otro lado, en una de las pocas encomiendas que todavía existían, como la de Pitambalá, el gobierno santiagueño dio la gracia a su heredera para comprarla o arrendarla, sin tener en cuenta a los indígenas que allí vivían y trabajaban. Asimismo, en 1818, se decidió subastar tierras de pueblos como Sabagasta, Salavina, Manogasta, para costear gastos de guerra y la contención de la frontera con el Chaco, como ya comentamos, dejando “sobras” de tierras para los indígenas, a los que se propuso relocalizar. No ha sido comprobado ello, pero sí que su destino fue el de las milicias indígenas. En 1826, en la frontera santiagueña, el gobierno propuso reducir a un grupo indígena en Loreto o Silípica, entregando a cada familia ocho vacas lecheras con cría, dos bueyes, 25 cabras u ovejas y dos caballos, pero la Sala de Representantes rechazó la propuesta. Su reparto en estancias cercanas era la solución alternativa. En el mismo sentido, en la década de 1830, el gobierno ordenó deslindar y mensurar para su futura venta las propiedades habidas con títulos antiguos, con el fin de engrosar los magros ingresos fiscales.

En la región de Cuyo, en la década de 1820, los laguneros, sobre quienes ya hablamos, iniciaron un ciclo de negociaciones políticas y presentaciones judiciales para hacer valer sus derechos históricos de posesión por “justa prescripción” y su antigua condición de reducción. Lo hicieron sin rechazar al Estado. Por el contrario, se integraron a él y a su nueva institucionalidad y normas. En 1823, el líder federal Pedro Molina ordenó vender tierras públicas. En 1825, se adoptó el régimen de la enfiteusis. Como en Córdoba, sin embargo, una vez caído el poder central, volvieron a habilitarse las ventas. En 1828, los laguneros denunciaron ante la justicia la usurpación que sufrían a manos de las familias más poderosas de Mendoza, que querían comprarlas mediante subasta porque decían que estaban vacías. El pleito judicial duró un par de años, hasta que el gobierno frenó los desalojos. En 1838, otra decisión gubernamental reconoció la posesión inmemorial y propiedad colectiva de los indígenas. Sin embargo, la entrega de títulos de propiedad fue demorada, en un contexto de “desindianización”.

Las luchas entre federales y unitarios atravesaron estos conflictos por las tierras. El reconocimiento de los derechos indígenas se produjo cuando Facundo Quiroga y el ejército federal de cuyanos y riojanos dominaba la región. Sin embargo, como en todas las provincias, nada fue tan lineal. Quien representó a los indígenas en los pleitos judiciales era liberal y unitario, mientras que el gobierno federal local fue el que inicialmente desplegó un control policial sobre la campaña y habilitó la presión de los “pudientes” sobre las tierras. Algunos de los terratenientes denunciados por los indígenas eran viejos caudillos federales, como Félix Aldao, hombre de confianza en la región de Juan Manuel de Rosas y líder local de la avanzada sobre las fronteras en los años treinta, sobre la que ahora comentaremos.

En Tucumán, la enfiteusis tuvo poca aplicación. Las comunidades indígenas defendieron sus tierras apelando también a los derechos ganados en tiempos de la Colonia, que provenían de antiguas mercedes, herencias familiares, compras, ocupación inmemorial y trabajo. Como en otras provincias, los gobiernos buscaron vender tierra pública o entregar la que no tuviera un propietario legítimo o reconocido bajo donación o merced. El viejo derecho indiano y la costumbre, sin embargo, limitaron en aquel tiempo el desarrollo de un mercado inmobiliario rural.

Por entonces, en Santa Fe, la Junta de Representantes provincial recibió un reglamento firmado por labradores de su jurisdicción, para el buen orden de las chacras y defensa de las sementeras. El general Estanislao López, gobernador de la provincia (1818-1838), promovió la petición. En 1826, auxilió a la Sociedad Tanalay -en particular a la compañía Maguin, Meyer & Cía.- en su labor encaminada a fundar establecimientos rurales al sur del río Coronda. La iniciativa contemplaba a población indígena y gaucha, pero no prosperó. Anteriormente, durante el siglo XVIII, los jesuitas habían promovido la reducción de indígenas, que sirvieron como mano de obra agrícola y militar en la frontera con el Chaco. Mocovíes y abipones, sobre todo, poblaron San Jerónimo del Rey, San Pedro y San Javier, entre otras, al norte de la ciudad de Santa Fe. La experiencia, muy inestable, fue continuada en tiempos de revolución. Con López en la gobernación, la colonia indígena del Rey se reinstaló en San Jerónimo del Sauce, con 500 criollos e indígenas, muchos de los cuales formaron como lanceros de López. En la década de 1830, sin embargo, en la provincia que por entonces cultivaba algodón y tabaco, López inició una campaña de agresión militar que terminó con numerosos indígenas muertos en Monte de los Monigotes, en Cayastá y en San Javier, sin lograr pacificar la zona. Durante un largo tiempo, se sucedieron las persecuciones y matanzas de indígenas y los acuerdos de reducción.

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El país estanciero

La Confederación en tiempos de Rosas

Superada la etapa de las Provincias Unidas y la unitaria Constitución de 1826, el país ingresó a la etapa de la Confederación, sin las provincias del Alto Perú y la Banda Oriental y sin que cesaran las guerras civiles. En 1831, las cuatro provincias del Litoral, Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y, con algunas idas y vueltas, también Corrientes, firmaron un Pacto Federal, al que, con el tiempo y mediando victorias militares, se adhirieron las demás provincias. Buenos Aires asumió el control de las relaciones exteriores. Durante tres décadas tuvo vida esta forma de organización del país (1831-1861). Las primeras dos se vivieron bajo el dominio del federalismo rosista.

Juan Manuel de Rosas, político y estanciero, jefe de las milicias de campaña, fue gobernador de Buenos Aires entre 1829 y 1832 y volvió a serlo, con mayores potestades, entre 1835 y 1852, hasta que fue derrotado por una fuerza liderada por el caudillo federal entrerriano Justo José de Urquiza.

Durante estos años, tuvieron lugar hechos muy importantes, como las movilizaciones populares que llevaron a Rosas al poder en 1829, el nuevo avance militar de la frontera de 1833, las luchas internas federales, la guerra civil con los unitarios, el uso de la violencia del Estado en la lucha política, la ley de Aduanas (que ofrecía un equilibrio entre los intereses ganaderos y el proteccionismo para los artesanos), el ataque colonialista anglo-francés y la rebelión de los estancieros enfiteutas, autodenominados Libres del Sur.

La figura de Rosas ha concentrado intensos debates políticos e historiográficos, que llegan hasta la actualidad. Mayormente, fue presentado como una expresión acabada del poder terrateniente ganadero y responsable de la gran enajenación de tierra pública. Mucho menos se destacó la impronta popular de su gobierno, basada en el apoyo de los cuerpos milicianos, de la plebe urbana, en gran medida afrodescendiente, y de los “indios amigos”, mundo que conocía muy bien desde su infancia, dominando, por ejemplo, la lengua “pampa”.

El levantamiento popular que tuvo lugar en la campaña bonaerense en 1829, que lo llevó al poder, estuvo vinculado al asesinato de Dorrego, cuya imagen era levantada por milicianos, desertores, gauchos armados (llamados “anarquistas” o “montoneros”), indígenas y paisanos en general. El alzamiento rural tuvo una directa conexión con las ciudades y un marcado sentido político. Rosas, quien se encontraba lejos de Buenos Aires en esa coyuntura, capitalizó el descontento de los hombres de “chiripá y chuza”, según la peyorativa descripción hecha en aquel tiempo por importantes hacendados. Las levas masivas convocadas por los unitarios y el mal uso de la enfiteusis formaron el trasfondo de estos conflictos que llevaron a Rosas y al federalismo al poder en Buenos Aires.

También la presión por las tierras, que no cesaba, atravesó su gobierno. Una de las salidas políticas encontradas fue la realización de una avanzada militar para empujar las fronteras, aún mayor que la impulsada durante la gobernación de Martín Rodríguez. Como señalamos, Rosas tenía un pasado marcado por su estrecho contacto y conocimiento del mundo indígena. En 1833, dejó la gobernación a manos de Juan Ramón Balcarce, un viejo patriota liberal alineado con el federalismo, y encabezó la marcha hacia el sur.

El objetivo central era terminar con los ataques indígenas y dar seguridad a los pueblos y estancieros en las zonas de frontera. No hacía mucho, en 1829, distintos pueblos habían sufrido arrasadores malones, en los que intrigaban viejos realistas y caciques que eran identificados como chilenos. Rosas no creía posible hacer crecer un país sin orden y tranquilidad en la campaña. Para conseguirlo, combinó tácticas de agresión militar con negociaciones y tratados de paz, que incluían servicios militares y trabajo en las estancias a cambio de animales y otros bienes, y un condicionado reconocimiento de ocupación de tierras. Los pactos con los caciques Juan Cañiuquir (mapuche boroano), Juan Catriel (tehuelche) y Juan Calfucurá (mapuche) y el apresamiento y masacre de indígenas boroanos en el cuartel de Retiro de 1836, son ejemplos extremos de esta compleja política.

La campaña militar barrió la zona pampeana, desde la costa marítima hasta la cordillera, comprometiendo a casi 4 mil soldados y a centenares de “indios amigos”, tehuelches y boroanos. Miles de muertes sufrieron los pueblos indígenas. Por ello, se la considera un antecedente directo de la llamada “Conquista del Desierto” que medio siglo más tarde encabezó el general Julio Argentino Roca. También porque habilitó una gran ocupación territorial. Al gobierno bonaerense le permitió alcanzar las 18 millones de hectáreas, muy superior a las 3 millones que controlaba la sociedad hispano criolla en 1779. Hasta el Río Colorado, primero. Hasta el Río Negro, en Carmen de Patagones, luego. Desde allí, hacia las montañas, pasando por Choele Choel.

Las bases territoriales de los indígenas de las pampas, como Salinas Grandes, Leubucó y Limai Mahuida, quedaron entonces encerradas en territorio bonaerense. En este diseño territorial, la pacificación alcanzada durante el gobierno de Rosas tuvo un elemento central: la llegada a la región de Calfucurá (Callvucurá), quien supo desarrollar el más extenso y estable dominio indígena en aquellas tierras.

Durante el rosismo, la clase terrateniente terminó de desarrollarse y alcanzó la hegemonía, pese a la peculiar combinación de fuerzas sociales que dio carácter a aquel gobierno. Al interior de ella, sin embargo, no dejaron de suscitarse conflictos, por ejemplo, entre los exportadores de carnes saladas y los estancieros, principalmente ingleses, que impulsaron el negocio del ganado ovino y la exportación de lana que se industrializaba en Inglaterra.

En la década de 1810, los mataderos comenzaron a ser reemplazados por los saladeros, donde se salaba y secaba la carne para exportación, se preparaba el cuero y extraía el sebo de la res, tratando los huesos con sistemas de vapor.

Al mismo tiempo, se inició una pequeña agricultura extensiva, como la del trigo en Entre Ríos, donde, sin embargo, las estancias de vacunos y caballadas podían llegar a tener más de 500 mil hectáreas y puerto propio. En aquella época, comenzó a usarse el alambrado para reemplazar el zanjeo y se inició la domesticación del ganado, para lo cual se promovió la llegada de trabajadores, tanto de las provincias del Noroeste como del extranjero.

En este tiempo, Rosas, encargado de las relaciones exteriores de la Confederación, no desarrolló la política colonizadora esbozada en las primeras dos décadas de vida independiente, decisión en la que intervinieron distintos factores, como las agresiones anglo-francesas y el disgusto de los criollos por las ventajas que se les daba a los extranjeros en épocas de guerra. Entre éstas, la de no ser convocados a levas y no estar sujetos a contribuciones extraordinarias, entre otras garantías heredadas de las disposiciones de la Comisión de Inmigración de 1824, que Rosas anuló en 1830.

Ello no impidió el ingreso de inmigrantes. De hecho, numerosa población irlandesa, escocesa y vasca, por ejemplo, encontró una nueva vida en Buenos Aires, como pulperos, criadores de ovejas, trabajadores de la construcción en las ciudades y en obras de zanjeo en la campaña.

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Auge y liquidación de la enfiteusis en Buenos Aires

La política de tierras de Rosas estuvo orientada a desarrollar la propiedad privada y a generar nuevos recursos fiscales. La enfiteusis, que mantenía la tierra en dominio del Estado, comenzó a ser desarmada. Para ello, se dispuso la entrega de las tierras bajo estos contratos a través de premios militares y políticos. En otras ocasiones, las tierras se entregaron bajo la forma de donaciones condicionadas. Grandes estancieros concentraron tierras en este período. Pero también pequeños y medianos productores pudieron acceder a ella.

En julio de 1830, se dictó una ley reparadora que restituyó donaciones y mercedes entregadas por las leyes de 1817 y 1819, que habían sido cuestionadas en 1826. Se ponía como condición demostrar ocupación y poblamiento. Algunos meses después, el 28 de febrero de 1831, se formó por decreto una comisión de regulación de las tierras fiscales de los ejidos, declaradas “de pan llevar”. Se buscaba averiguar su extensión y situación, con el fin de “proveer sobre su mejor administración.”

Al año siguiente, en noviembre de 1832, se ordenaron pautas tributarias que apuntaban a presionar a los enfiteutas que adeudaban cánones. Se tenían que poner al día o enfrentar severos castigos económicos, como el de perder los contratos. Los terrenos recuperados por el Estado serían subdivididos en dos o más “suerte de estancias”.

Como señalamos, esta reorganización de las entregas de tierra, sobre todo las que se encontraban bajo contratos enfitéuticos, tanto en ejidos o en las campañas, en zonas cercanas a Buenos Aires o en las fronteras, se superpuso con el avance sobre las poblaciones indígenas. Este esfuerzo demandaba gastos importantes, pero permitía distribuir las grandes extensiones ganadas. Por ello, cuando Rosas regresó a la gobernación en 1835, se intensificó la campaña para “uniformar el modo de realizar la venta de tierras públicas”, las baldías y las entregadas bajo enfiteusis. Los decretos explicitaban que se precisaba aumentar los recursos fiscales para hacer frente a los pagos de la deuda pública.

 Con estos avances, se crearon nuevos fortines y poblados, en los que buena cantidad de pequeños y medianos productores accedieron a tierras para solares, chacras y quintas. Como adelantamos, estas entregas se hicieron bajo la figura de las donaciones condicionadas. Los pueblos de San Andrés de Giles y de Azul son ejemplos de ello. En este último, fundado en 1832, se entregaron unas 600 mil hectáreas, en las que se formaron 305 “suertes de estancias”. Los beneficiarios fueron 296 medianos y pequeños productores. Debían cumplir con las condiciones de poblamiento regular y puesta en producción agropecuaria y se los eximía del pago de canon y del servicio armado provincial, salvo que la convocatoria fuera para la defensa de su pueblo.

En las mismas zonas de frontera, también se distribuyó la tierra mediante premios militares, entre oficiales y soldados que participaron de las campañas al sur. El periodista fiel a Rosas, Pedro de Ángelis, se dirigió en aquel momento a los legisladores bonaerenses: “Conviene que ellos se muestren generosos con los que han prestado tales servicios á la Patria, y que no dejen encanecer en la indigencia á los que le han consagrado sus mejores días. Recompensen á los beneméritos, fomenten á los industriosos y disminuyan las filas del ejército para engrosar las de los labradores”. En septiembre de 1834 y abril de 1835, se sancionaron dos leyes que entregaron casi 200 mil hectáreas a oficiales y soldados. En 1837 y 1839, se volvieron a sancionar tres leyes similares.

De conjunto, el efecto de estas políticas de apropiación y redistribución fue la ampliación de la base social y política del rosismo. Pero el mayor impacto sobrevino cuando se liquidó la enfiteusis, proceso que siguió una lógica de lucha política y donde los principales beneficiarios habrían sido los grandes estancieros.

Una de las leyes más importantes en este sentido se sancionó en marzo de 1836. A ella se sumó un decreto de julio de 1837 y otro de 1838. Mediante estas disposiciones, se facultaba al gobierno a vender 4 millones de hectáreas en el sur, muchas de ellas surgidas por la caída de numerosos contratos de enfiteusis a causa de las imposiciones establecidas en 1832. Se daba a los enfiteutas prioridad para transformar sus derechos de uso en propiedad, pero tenían que adquirir todo el terreno comprometido. Si no compraban las tierras, su canon enfitéutico se duplicaría. Muy pocos fueron renovados. Esta medida benefició principalmente a los actores más poderosos, que formaron nuevas y grandes estancias. Sólo 271 personas o sociedades se quedaron con esas millones de hectáreas en propiedad.

En 1847, el comerciante inglés William Mac Cann visitó una estancia escocesa de 42 mil hectáreas existente en 9 de Julio, zona de reciente ocupación, e hizo anotaciones sobre los costos de adquisición, directos e indirectos, que podía afrontar una persona adinerada, pero no una familia campesina. La época de la tierra barata de las primeras décadas del siglo, daba sus últimos respiros. La propiedad de la tierra adquiría centralidad en los patrimonios rurales.

A fines de 1839, una nueva ley dio por acabado el ciclo de la enfiteusis. Los legisladores consideraron que sus objetivos se habían cumplido parcialmente: “estimular y organizar la población, facilitando por estos medios el principal elemento de la riqueza y prosperidad pastoril.” Promulgada el 9 de noviembre, la nueva disposición estableció que esta vez los derechos enfitéuticos no serían renovados bajo ninguna condición, ni siquiera en las nuevas líneas de frontera. Se vendían las tierras y todas las mejoras introducidas por los enfiteutas serían tasadas por peritos, con acuerdo de los jueces de paz, a los fines de compensar los pagos.

Esta liquidación se produjo en medio de la intensificación de la ofensiva anglo-francesa y los conflictos internos, entre ellos, el que tuvo lugar en 1839, cuando se rebelaron estancieros enfiteutas desde Chascomús hasta Monsalvo (cerca de General Madariaga). Los llamados Libres del Sur se sumaron al arco opositor que buscaba desplazar a Rosas, con el unitario Juan Lavalle a la cabeza. Por ello, la nueva regla se llamó “ley de premios” y castigaba a los opositores al mismo tiempo que beneficiaba a los “fieles”. En sus considerandos, se denunciaba que la rebelión había sido producto de los “salvajes unitarios, unidos a los asquerosos franceses.”

Meses más tarde, en julio de 1840, se avanzó en la ejecución de estas últimas medidas, que transformaban las enfiteusis que caducaban en “premios”, disponiéndose además que no se vendería nuevamente tierra pública. Así, entrada la nueva década, la enfiteusis iniciada con Rivadavia había sido prácticamente desarmada.

El 3 de febrero de 1852, Rosas fue derrotado en Caseros por una amplia fuerza política y militar encabezada por el caudillo federal entrerriano Justo José de Urquiza. Tras su caída, la concentración de la tierra en manos de algunos poderosos estancieros, habilitó una inmediata condena de los triunfadores de Caseros al régimen de enfiteusis, que se consideró malo de por sí, olvidando propuestas como las de Belgrano. Se criticaba la supuesta distorsión de los principios rivadavianos que habían guiado la política de tierras de entonces, la distribución de los premios y castigos, pero no se cuestionaba el avance privatizador que, en definitiva, transformaba las nociones de propiedad, limitando el acceso seguro a la tierra de la población rural más modesta.

Bartolomé Mitre se refirió a ello en 1854. En su discurso en la legislatura bonaerense, se centró en el caso emblemático de los primos de Rosas, los Anchorena, quienes, según afirmó, concentraban por distintos contratos de enfiteusis alrededor de 300 mil hectáreas en una sola localidad y subarrendaban a buen precio. Por su parte, Domingo Sarmiento calculó que un territorio de casi 13,5 millones de hectáreas (parecido a la actual superficie de la provincia de Santa Fe) había quedado en manos de sólo 825 personas. Se basó en la Carta Topográfica de la provincia de Buenos Aires encargada por el diplomático Woodbine Parish y confeccionada por el inglés John Arroswmith. Parish dedicó esta Carta a Rosas. En su tesis doctoral de 1865, Nicolás Avellaneda estudió el problema de la tierra. Retomando a Sarmiento, llegó a calcular que 293 personas poseían 3436 leguas (más de 8 millones de hectáreas). En esta tesis, Avellaneda concluyó: “…esta sola palabra que concreta nuestro pensamiento: Propiedad, y propiedad irrevocable. Las donaciones condicionales, el enfiteusis, el arrendamiento, sólo ofrecen al trabajo y al capital una base incierta é insegura.” Sobre la enfiteusis, opinaba que había resultado prometedora en 1826, pero que en 1840 había terminado “con el desconocimiento absoluto de todos los derechos de los enfiteutas”. Por ello, proponía que las tierras ocupadas y las próximas a ocupar, no queden jamás bajo el dominio del Estado.

Mitre, Sarmiento y Avellaneda eran fervientes opositores a Rosas y fueron los primeros tres presidentes de la República Argentina formada luego de la etapa de la Confederación.

Estudios recientes sugieren, sin embargo, que la enajenación de grandes extensiones entre pocas personas fue menor que lo denunciado entonces, ya que fueron pocos los que lograron consolidar estas tenencias como propiedad privada, con la escrituración de títulos. Ello involucra también a los pequeños y medianos propietarios. Por ejemplo, de 1,5 millones de hectáreas más que se distribuyeron en 1840 entre 293 personas, solamente 6 habían escriturado 80 mil de estas hectáreas en 1852. Por otro lado, de las 600 mil hectáreas distribuidas en Azul que referimos, sólo pasaron a propiedad plena unas seis mil. A ello, hay que agregar que, tras la caída de Rosas, numerosas donaciones hechas por “fidelidad política” fueron anuladas. No sucedió lo mismo con los premios entregados a los militares que participaron en el avance de las fronteras.

Carta Topográfica de la provincia de Buenos Aires confeccionada por el inglés John Arroswmith, encargada por el diplomático Woodbine Parish, quien la dedicó a Rosas. Se observan las parcelaciones de tierras, con sus distintos tamaños, más pequeñas hacia el Oeste y más extensas hacia el Sur.

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Un campesinado al amparo de la enfiteusis

Más allá de Buenos Aires, las élites provinciales avanzaron, cada una a su manera, sobre el problema de las tierras y -desde su punto de vista- de la presencia indígena. La adhesión al Pacto Federal de 1831 agregaba una disputa por los derechos fiscales y de tierras, frente a un eventual gobierno central. Las tierras se siguieron enajenando por medio de donaciones y ventas y también, en menor medida que en Buenos Aires, a través de la enfiteusis. En algunas ocasiones, este último camino habilitó una defensa indígena de sus tierras.

Por ejemplo, en Salta, como ya hemos mencionado, el gobierno anhelaba poblar la zona del occidente salteño, sobre las costas del río Bermejo, en la frontera con el Gran Chaco, donde habitaba una numerosa población principalmente wichí. A comienzos de los años 30, José Arenales, economista porteño, había apuntado algunas ideas específicas sobre esta región. Proponía un modelo de ocupación que respetara los derechos de los indígenas y reconociera estrictamente sus territorios. Los pueblos de la región debían abstenerse de cometer correrías, pero tendrían posibilidad de formar sus propios asentamientos y contar con la instrucción del gobierno o podrían agregarse a las colonias criollas como trabajadores asalariados, con justa retribución y bajo prohibición de hacerles esclavos. Se trataba de una propuesta radical.

En 1836, se sancionó una primera ley de tierras públicas en la provincia. Su texto consideraba que “facilitar el aumento de la población” en esta zona era “uno de los deberes más urgentes y privilegiados que se ha impuesto”. La ley impulsaba el asentamiento de blancos y cristianos, “naturales de la República”, “los avecindados a ella y demás extranjeros”, labradores y pastores, a quienes se alentaba a no temer a los indígenas. Se daban dos razones: “pues se conservan tranquilos desde muchos años atrás” y porque servían como “brazos útiles para el trabajo y para el beneficio de la caña dulce”. Se auguraba además que este río “algún día podrá servir de conductor de todos los frutos de esta provincia a los litorales, y por consiguiente al océano Atlántico.” Quienes se acogieran a los beneficios de esta ley, recibirían la propiedad de tierras baldías fiscales, para solares, chacras o suerte de estancias, por medio de donaciones.

En Jujuy, en cambio, vemos aparecer la enfiteusis con intereses contrapuestos, propuesta por el gobierno provincial con un sentido de enajenación, pero aprovechada por comunidades indígenas para defender sus derechos de posesión. En la década de 1830, se retomó el impulso colonial de recuperar para el Estado tierras eclesiásticas e indígenas y ponerlas a la venta. En 1835, el juez general del Pueblo de Indios de Humahuaca informó al gobernador que los indígenas querían vender algunos terrenos del pueblo a foráneos. Acuciado por problemas fiscales, el gobierno se opuso. Consideraba que, de acuerdo a las leyes de Indias, el dominio directo era del Estado y sólo éste tenía derecho a disponer de ellas.

Se sancionó entonces una ley que prohibía “toda venta y enajenación de sitios y terrenos pertenecientes a las comunidades de los indígenas” y, al poco tiempo, se aplicó el régimen enfitéutico, que le permitió, sino venderlas, al menos cobrar un canon a los indígenas, devenidos en enfiteutas. Como contrapartida, éstos veían la posibilidad de tener preferencia en futuras opciones de compra, mientras se les garantizaba una tenencia “a perpetuidad, o para largo tiempo”, con un canon anual de 3 por ciento y sin limitación de parcelas adjudicadas. Asimismo, dicha ley declaró aquellas tierras como de rastrojos o “de pan llevar”. Así, se conformaron fracciones pequeñas de entre una y cuatro hectáreas en las cercanías de los pueblos y ríos, perfilando la proyección en el tiempo de un campesinado-indígena minifundista.

Ello duró un tiempo para las tierras ejidales con chacras. En cambio, las tierras altas, que eran utilizadas para el pastoreo de animales, fueron arrendadas y luego vendidas por remate. Lo que no se habilitó, en aquella coyuntura, fue el reparto de las tierras, bajo propiedad privada individual o comunitaria, entre las comunidades indígenas.

Cuando el británico Mac Cann recorrió el sur bonaerense, a mediados del siglo XIX, lo observó cubierto de estancias ganaderas que eran propiedad de sus compatriotas. Advirtió entonces que también existía una numerosa población criolla que vivía en ranchos. Sobre ellos, aseguró que no acostumbraba a realizar cultivos o trabajar en granjas, “porque su alimento consiste exclusivamente en carne de vaca y de cordero”. Agregaba que “no consumen tampoco pan, ni leche, ni verduras y raramente usan la sal”. Ante él, un estanciero de Tandil sugería que el cuidado de ovejas dejaba tan buenos jornales que nadie pensaba en hacer otro trabajo.

Sin embargo, pese al predominio de las grandes estancias ganaderas, sobre todo en la zona sur de Buenos Aires, había llegado a formarse en las distintas provincias un pequeño mundo campesino. Aún con sus peculiaridades, se trataba de familias labradoras que, por lo general, no tenían títulos de propiedad. Su ocupación de la tierra se  basaba en la costumbre o en frágiles formas legales, ya fueran arrendatarias, aparceras, inquilinas, enfiteutas o beneficiarias de alguna donación condicionada.

Producían para subsistir y para abastecer los mercados locales. Vivían en los márgenes de las estancias de las campañas y en los ejidos de viejos pueblos o nuevos poblados de frontera, cuyas tierras habían sido declaradas “de pan llevar”. Pese al predominio de la cultura pastoril, Mac Cann dejó ver que existía en Buenos Aires una población que se dedicaba a la producción hortícola y frutícola, al cultivo de papas, zapallos, peras, higos, duraznos, entre otras frutas. Su presencia, sin embargo, no evitaba que la harina, como otros alimentos, se importara desde los Estados Unidos.

¿Podía esta economía campesina disputar el acceso a la tierra frente al creciente poder de los terratenientes? ¿Podía hacerlo en el contexto de las guerras civiles y las avanzadas de frontera, que demandaban permanentes brazos para los ejércitos? ¿Lograría plasmar derechos en el proceso de clarificación de un régimen legal de propiedad? ¿Qué sujetos la podían formar: blancos europeos, criollos, nativos, indígenas?

Lo que hemos intentado reconstruir aquí es cómo el desarrollo del capitalismo y su ideología impactó en la distribución y uso de las tierras en el actual territorio argentino. Ello se observó en la última etapa colonial y, especialmente, en las primeras décadas de vida independiente. Hemos puesto de relieve las prácticas de ocupación basadas en la costumbre y las formas legales que se desarrollaron en cada contexto.

Lo más destacable es el incuestionable y efectivo avance de la propiedad privada como forma legal de distribución de las tierras, más allá de otras nociones existentes sobre lo que significaba la propiedad y de formas alternativas que se propusieron para la “felicidad” de las familias labradoras, como señalaba Belgrano. En este avance, las clases populares buscaron defender sus derechos y, en ocasiones, lo lograron, utilizando figuras siempre precarias, como la de la enfiteusis y las donaciones condicionadas. Ello significó, en un contexto de permanente conflicto bélico -con los realistas, con las potencias extranjeras, contra los enemigos internos o contra los indígenas-, que estas defensas atravesaran las luchas políticas y que se plasmaran en determinadas alianzas sociales, como la del rosismo.

  No obstante, de conjunto, el escenario legislativo enseña un avance de las élites propietarias, la conformación de la clase terrateniente, que despojó al derecho de propiedad de las costumbres y los imperativos sociales y morales de antigua tradición. Al visitar Entre Ríos, Man Cann dejó ver un conflicto que explica muy bien este estado de situación, al anotar las quejas que hacían los estancieros por lo que llamaban la usurpación de “sus” propiedades en manos de quienes definían como “ocupantes intrusos”. Según aquellos, los títulos de propiedad no ofrecían entonces ninguna garantía.

Así, para distintos actores, la enfiteusis constituyó, en este sentido, una posibilidad y un riesgo. Su efecto final, cuando terminó de desarmarse, fue el de la concentración de la propiedad. Pero no había sido este el único camino posible. Como veremos más adelante, el Código Civil dictado por el Congreso de la Nación en 1871, terminó por eliminarlo. Para llegar hasta allí, sin embargo, debemos observar qué ocurrió en las décadas de 1850 y 1860, una etapa de transición todavía abrumada por guerras civiles, en la que se alcanzaron a dar los primeros pasos de formación de la nación y el estado argentinos. En este período, el proyecto de colonización con labradores europeos, esbozado en los primeros años de guerra independentista, ocupó un lugar central en la política pública. Esto es lo que veremos en el próximo Cuaderno.

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Para profundizar…

Para este trabajo, acudimos a las investigaciones de historiadores/as especializados, que se dedican a esta temática y período histórico, así como a fuentes directas, que nos permiten ilustrar esta reconstrucción. Por cuestiones de espacio y para hacer más amena la lectura, evitamos las notas al pie en el texto con citas bibliográficas, pero acá les contamos a quiénes son los y las autoras a quienes deben recurrir si quieren profundizar sobre estos temas, que no son todos y todas las que escribieron, sino algunas sugerencias para comenzar.

Herencia colonial: leímos trabajos de Miguel Ángel Palermo y Roxana Boixadós, Ana Teruel, Alejandra Fandos, Lorena Rodríguez, Sonia Tell, Judith Farberman, Silvia Palomeque, Isabel Castro Olañeta, Gabriel Di Meglio, Diego Escolar, Carlos Martínez Sarasola, Fabián Campagne, Guillermo Banzato, Cristian López, María Fernanda Barcos, Blanca Zeberio, Gastón Gori, Silvia Ratto, Cristian Miguel Poczynok, Carlos Ariel Mueses y Mariá Cecilia Rossi, y los discursos y escritos de Bartolomé Mitre compilados en 1902 en el libro Arengas y documentos como el de Cristóbal De Aguirre, “Dictamen del síndico del Consulado de Buenos Aires en el Expediente por el conflicto entre hacendados criadores de ganado y el Cuerpo de Comercio”, de enero de 1796 y la Recopilación de las Leyes de los Reynos de las Indias de 1681.

Revolución y propiedad: acudimos a los trabajos de Gastón Gori, Gabriel Di Meglio, Felipe Pigna, Miguel Ángel Cárcano, Eduardo Azcuy Ameghino, Eduardo Míguez, Graciela Silvestri, Jacinto Odonne, Daniel Campi y Rodolfo Richard Jorba, Sara Mata, Juan Carlos Garavaglia, Roberto Elisalde, Milda Rivarola, Rafael Mata Olmos, Silvia Ratto, Jorge Gelman y Osvaldo Barsky, Raúl Fradkin, Eugenia Molina, Sergio Serulnikov, Esteban Chiaradía y Heber Reinoso, Ramón Fogel, Mario Pastore, Flavio Fernando de Dios, y a los escritos de Manuel Belgrano en el Correo de Comercio (del 10 y 17 de marzo y del 13 y 23 de junio de 1810), de Pedro Andrés García, como Diario de un viaje a Salinas Grandes, en los campos del sud de Buenos Aires, la recopilación de decretos que hizo Joaquín Muzlera, el Reglamento Provisorio de Tierras del artiguismo y el Bando de Manuel de Oliden de 1815 y el tratado de Nicolás Avellaneda, Estudios sobre las leyes de tierras públicas. Buenos Aires: Imprenta del Siglo, 1865

La década perdida: leímos a Ana Ferreyra, Juan Schobinger, Oscar F. Urquiza Almandoz, Graciela Silvestri, Cristian Poczynok, Pilar González Bernaldo, Juan Carlos Garavaglia, María Fernanda Barcos, Fernando Aliata, Sonia Tell, Isabel Castro Olañeta, Sara María Boccolini y Beatriz Giobellina, Judith Farberman, Ana Teruel, Alejandra Fandos, Sara Mata, Guillermo Banzato y Mariá Cecilia Rossi, Diego Escolar, Cristina López, y a documentos como leyes y decretos compiladas por Joaquín Muzlera, el  Manual para los Jueces de Paz de Campaña de Buenos Aires de 1829 y escritos contemporáneos de John Barber Beaumont, como Viajes por Buenos Aires, Entre Ríos y la Banda Oriental, o William Mac Cann, Florencio Varela, publicadas en El Comercio del Plata de Montevideo, el 21 y 22 de junio de 1847 y el tratado de Nicolás Avellaneda, Estudios sobre las leyes de tierras públicas. Buenos Aires: Imprenta del Siglo, 1865

El poder de los estancieros: leímos a María Fernanda Barcos, Jorge Gelman y Osvaldo Barsky, Sol Lanteri, Juan Carlos Garavaglia, Raúl Fradkin, Gastón Gori, Ana Teruel y Alejandra Fandos, Aldo Green Blanca Zebeiro, Sebastián Mantegna, Ayelén Bidegain y Giselle Sanabria, María Valeria Ciliberto, María Infesta y Marta Valencia, Susana Cricelli, Virginia Galcerán y Rosana Obregón y documentos, discursos o crónicas contemporáneas como las de William Mac Cann y Bartolomé Mitre, leyes y decretos compilados por Muzlera, y el tratado de Nicolás Avellaneda, Estudios sobre las leyes de tierras públicas. Buenos Aires: Imprenta del Siglo, 1865.

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Notas

1 Investigador y profesor de historia de las universidades de Buenos Aires (UBA) y Católica de La Plata (UCALP) y del Instituto Superior de Formación Docente (ISFD) N° 1. Miembro del Instituto “Emilio Ravignani”. Subsecretario de Hábitat del Municipio de Lomas de Zamora y asesor en integración socio urbana.

2 La figura del gaucho tuvo contemporáneamente otros sentidos. A lo largo del siglo XIX, se habló de los gauchos errantes en vías de desaparición y los gauchos labradores que apostaban a tener familia y domicilio fijo, pero mantenían costumbres gauchescas.

3 El mayorazgo era una institución legal de tiempos feudales, que evitaba la dispersión del patrimonio de los nobles, a través de la transmisión de la totalidad de una propiedad al hijo mayor varón.

4 La fanega es una vieja unidad de medida española, para el grano, las legumbres y otros frutos, de valor variable según las regiones.