DossierNº 70

¿Qué esperar de la nueva ola progresista de América Latina?

¿Cuáles son los retos, límites y contradicciones de la nueva ola de gobiernos progresistas en América Latina y el Caribe?

El arte de este dossier destaca iconos de las tradiciones políticas de izquierda dentro de la nueva ola progresista de América Latina: la bandera, que simboliza la justicia; la hoz, que simboliza la reforma agraria; el monumento que celebra la historia de los pueblos en lugar de un pasado colonial; el martillo por la unidad de lxs trabajadorxs; y la estrella roja del internacionalismo. Estos símbolos, representados mediante una iconografía basada en las cartas del tarot, inspirada en la imaginería de artistas y movimientos latinoamericanos y caribeños, se oponen directamente a los iconos de los movimientos fascistas y de las derechas emergentes en la región (que aparecen en las imágenes del dossier nº 47, Nuevas ropas, viejos hilos. La peligrosa ofensiva de las derechas). En el dossier nº 70, ¿Qué esperar de la nueva ola progresista de América Latina?, presentamos un segundo conjunto de cartas que amplifican las aspiraciones y la riqueza cultural del continente y apuntan hacia un futuro deseado para sus pueblos.

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Prólogo

Cuando miramos la historia mundial del último siglo, podemos observar que tanto los países mal llamados “subdesarrollados” como los considerados “en desarrollo” han sido víctimas de una política sistemática de intervención en sus asuntos internos para asegurar la usurpación de sus bienes comunes por parte de las potencias occidentales.

Con diversos grados de intensidad, la intervención ha sido una variable permanente que ha limitado severamente la autonomía de estos países en sus procesos de descolonización y les ha impedido buscar alternativas de desarrollo alejadas del despojo y del abuso de quienes se asumen como dueños del mundo.

En tiempos de expansión de la tasa de ganancia del capital transnacional la intervención se desarrolla con baja intensidad y se permite cierto grado de funcionamiento de la democracia liberal. No obstante, se trata de democracias con límites siempre presentes, que se expresan en la imposibilidad de que los pueblos puedan poner sus bienes comunes al servicio de su propio desarrollo, pues cuando lo intentan, la intensidad de la intervención neocolonial sube para torcer el curso de la historia nuevamente a su favor, incluso a costa de pisotear las reglas que ellos mismos defienden en tiempos de bonanza.

En tiempos de contracción de la tasa de ganancia, lo que suele coincidir con un aumento en la influencia de la izquierda y de las fuerzas que luchan por la emancipación de los pueblos en los distintos territorios —principalmente debido a la agudización de las desigualdades y los abusos de las clases dominantes—, la intervención suele subir de intensidad impulsando la desestabilización de los gobiernos que no se subordinan a sus intereses, organizando golpes de Estado y promoviendo los discursos de extrema derecha, centrados en valores ultraconservadores y que además fomentan el odio a lo distinto, expresado en contenidos nacionalistas y antiinmigración; discursos centrados en el orden, la seguridad y el derecho a la propiedad que solo ellos tienen.

En las últimas décadas, a los golpes de Estado tradicionales se ha sumado el abuso de los medios de comunicación hegemónicos y de los sistemas judiciales para perseguir y encarcelar a lideres indígenas y de izquierda que puedan amenazar los intereses hegemónicos del imperio, lo que se ha traducido en golpes judiciales y asesinato de imagen en numerosas oportunidades, con efectos devastadores para las democracias del mundo.

El dossier que presentamos a continuación expresa con nitidez cómo el proceso antes descrito se ha desplegado en las últimas décadas en Nuestra América, luego de la salida pactada de la mayoría de nuestros países de la era de las dictaduras impuestas por EE. UU. con el objetivo de apropiarse de los bienes comunes del continente que, desde el establecimiento de la doctrina Monroe, ha considerado como propios.

El texto recorre de manera general el ascenso, caída y resurgimiento de lo que se ha llamado las olas progresistas de América Latina. Estas olas se han dado en un contexto marcado por la desaparición y el fracaso de la experiencia soviética y la falta casi absoluta de un horizonte concreto de transformaciones que permita a los pueblos avizorar la superación definitiva del capitalismo y su fase actual, el neoliberalismo.

Resulta evidente, sin embargo, que el capitalismo neoliberal es absolutamente incompatible con la democracia, puesto que para asegurar la mantención de la tasa de ganancia para el capital transnacional solo puede precarizar aún más la vida de los pueblos, agudizando la contradicción capital-trabajo y acelerando la destrucción del planeta con su negativa constante a tomar en serio la crisis medioambiental y social en la que el mismo capitalismo neoliberal nos ha metido.

El problema principal se ubica entonces en el rol que debe jugar la izquierda. Esto debido a que el ascenso de los niveles de influencia de los discursos de extrema derecha se explica, entre otras razones, por el alejamiento de la izquierda de sus propios pueblos y porque sus programas de gobierno, en las sucesivas olas progresistas, han repartido con mayor equidad la riqueza generada por el capitalismo, pero no han logrado transformar la base productiva ni resolver de manera sustentable los problemas esenciales de los pueblos y de los ecosistemas de los que somos parte inseparable.

De hecho, algo que hay que mirar en el escenario mundial es que el centro político, al que se suele considerar para conformar “mayorías sociales”, tanto en la variante de centroizquierda como en la de centroderecha, se han alternado por décadas en los gobiernos del mundo, sin resolver los temas más acuciantes de los pueblos y por ello su nivel de apoyo está desplomándose en diversas latitudes.

Este desplome ha dado paso a un resurgimiento de discursos sumamente contestatarios en las fuerzas de derecha, incluso más extremistas que en la era del fascismo. Discursos centrados en la promoción de la libertad más absoluta, en el odio a lo distinto y en una regresión valórica considerable, lo que les ha permitido empatizar con el descontento, la indignación y la desilusión que cunde en los sectores populares más desprotegidos.

Sin embargo, en la izquierda, aún fragmentada en la disyuntiva entre partidos políticos y movimientos sociales, casi han desaparecido los discursos contestatarios y realmente transformadores y se han masificado las luchas para humanizar el capitalismo, dejando atrás la contradicción principal capital-trabajo y optando principalmente por la acción en las superestructuras políticas, ante la ausencia de un horizonte concreto de superación del capitalismo.

Como si lo anterior fuera poco, la derecha del mundo está completamente unida y coordinada en la defensa y promoción de sus intereses, mientras la izquierda se divide y lucha entre sí sin capacidad de reconocer al enemigo en cada una de sus sociedades.

La reconstrucción de un horizonte concreto, el socialismo y la unidad de la izquierda se transforma entonces en un desafío primordial en la definición de los dilemas que enfrentamos, pero el llamado es a debatir alejándonos del lenguaje de la dominación y estructurando un verdadero lenguaje de la emancipación.

Ya no es suficiente la integración y la coordinación, se hace necesaria la comprensión más absoluta de aquello a lo que Marx llamaba la unidad material del mundo, para pasar a la unidad total de los pueblos y la acción conjunta en todo el planeta.


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Presentación

Hace 25 años, cuando Hugo Chávez ganó por primera vez las elecciones en Venezuela, comenzaba un nuevo y profundo capítulo en la historia del país y del continente latinoamericano y caribeño. En los años que siguieron a aquel 1999, innumerables movilizaciones populares en defensa de los recursos naturales o contra gobiernos neoliberales, así como articulaciones como el Foro Social Mundial, produjeron un ascenso de masas en América Latina que se tradujo en victorias electorales de gobiernos progresistas en Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador, Paraguay, Bolivia y Nicaragua, entre otros. Más que una época de cambios, este escenario se ha definido como “un cambio de época”, cuyos impactos fueron más allá de los límites del América Latina e inspiraron a las izquierdas de todo el mundo.

El auge de las luchas antineoliberales y el acceso al poder político de diferentes proyectos populares coincidió con una situación de profunda crisis del control de Estados Unidos sobre la región. El nuevo siglo que empezaba marcaba el fracaso de la estrategia del neoconservadurismo que ocupaba las principales posiciones en el núcleo del poder estadounidense. La reorientación de la política exterior de EE. UU. dirigió sus esfuerzos imperiales hacia Oriente Medio, y el país se embarcó en los grandes fracasos de las guerras de Irak y Afganistán. En este marco, los pueblos latinoamericanos han logrado mayores niveles de libertad para una estrategia antiimperialista continental. Washington detectó este avance antiimperialista y antineoliberal en la región y se preocupó, pero no pudo detenerlo. La derrota del golpe de Estado de 2002 en Venezuela —que intentó destituir a Chávez de la presidencia, a la que regresó a los tres días tras un masivo levantamiento popular— y la lucha contra la creación del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) en la 4° Cumbre de las Américas de Mar del Plata, Argentina, en 2005, constituyeron dos hitos importantes en este cambio de época, como nos recordó el sociólogo Emir Sader (2009).

Este movimiento simultáneo se tradujo en medidas concretas de obstrucción al neoliberalismo, como conquistas sociales, protección a trabajadores y trabajadoras, protagonismo de sectores históricamente excluidos o explotados, ampliación de la participación popular en estos gobiernos y una significativa ampliación de la independencia y soberanía de los países y la región, con el fortalecimiento de instituciones regionales existentes, como el MERCOSUR, y la formación de nuevas estructuras, como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR). El sector más radical de este movimiento, a su vez, construyó la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA), una plataforma continental guiada por los objetivos de la soberanía e integración regional, fundada por Fidel Castro y Hugo Chávez.

El momento de auge y crisis de la llamada “ola rosa” varió según cada contexto. El surgimiento de China como una potencia global, la formación de otras articulaciones para fortalecer el Sur Global y el debilitamiento de la hegemonía estadounidense acentuaron el proceso de ascenso. Sin embargo, la crisis financiera de 2008 contribuyó a su agotamiento y formó las condiciones para una contraofensiva de Estados Unidos contra el continente rebelde. Se inició así un poderoso movimiento que se materializó en los golpes en Haití (2004), Honduras (2009), Paraguay (2012), Brasil (2016), Venezuela (2019) y Bolivia (2019), y en el intento de golpe en Ecuador (2010). Al mismo tiempo, se dieron acciones de guerra híbrida de EE. UU. contra Venezuela (Instituto Tricontinental, junio de 2019) y victorias electorales de la derecha y de la extrema derecha en diversos países de la región. Este movimiento, que marcó la década de 2010, fue una respuesta a la crisis financiera mundial, que empujó al capital y al imperialismo estadounidense a controlar los recursos naturales estratégicos, intensificar la exploración de la fuerza de trabajo y reducir los derechos sociales.

Si por un lado el proyecto nacional desarrollista, propuesto por los gobiernos progresistas durante la “primera ola” mostró señales de agotamiento para enfrentar la crisis del capitalismo, por otro, el proyecto ultraliberal, de acumulación por aumento de la explotación de la naturaleza y superexplotación del trabajo, tampoco fue capaz de plantear soluciones. El giro a la derecha aumentó la contradicción capital-trabajo con ataques directos a las poblaciones más vulnerables, generando un descontento popular que llevó a protestas y derrotas electorales de estos proyectos neofascistas (como ocurrió con Jair Bolsonaro en Brasil en 2022). Hay una serie de episodios que refuerzan el papel decisivo que los pueblos indígenas, las personas afrodescendientes, las mujeres y las disidencias sexuales han jugado en este periodo histórico. A modo de ejemplo, destacamos el protagonismo de las mujeres en la resistencia al avance de la extrema derecha expresada en los movimientos de “Ele não”, en Brasil, y “Ni una menos”, en Argentina. En el plano electoral, destacan las victorias de proyectos progresistas como los de Andrés Manuel López Obrador en México (2018), Alberto Fernández y Cristina Kirchner en Argentina (2019), Luis Arce en Bolivia (2020), Pedro Castillo en Perú (2021), Gabriel Boric en Chile (2021), Gustavo Petro en Colombia (2022) y Lula da Silva en Brasil (2022).

No obstante, la “nueva ola” progresista se enfrenta a un escenario distinto de la primera, que comenzó con la victoria de Hugo Chávez en 1999. Por un lado, se manifiesta una profunda crisis civilizatoria, con la concatenación de crisis financieras, sociales, ambientales y políticas, con la ofensiva y la articulación de la derecha global. Por otro lado, se trata también de un momento más oportuno en un mundo cada vez más multipolar. Los desafíos, límites y contradicciones de este continente en disputa son el objeto de este dossier, elaborado por las oficinas de Brasil y Argentina del Instituto Tricontinental de Investigación Social, con la expectativa de que sus reflexiones sobre la situación actual de América Latina y del Caribe puedan aportar a los movimientos populares y articulaciones regionales, como ALBA Movimientos y la Asamblea Internacional de los Pueblos.


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El dilema de la nueva ola

Después de un vacío de 14 años, los jefes de Estado de los ocho países que comparten el territorio amazónico se reunieron en Brasil en agosto de 2023, en Belém, la capital de Pará, el estado brasilero más devastado por la deforestación y el garimpo.1 El principal tema de discusión de la Cumbre Amazónica fue la necesidad de evitar el “punto de no retorno”, el momento en que el bosque tropical pierde su capacidad de regeneración y entra en proceso de sabanización irreversible. Aunque el evento haya sido exitoso dentro de la estrategia del presidente brasilero Luiz Inácio Lula da Silva, con miras a recuperar el protagonismo del país en la diplomacia local y global y asumir nuevamente una posición de “portavoz de los países emergentes”, la carta final del encuentro fue criticada por reunir más deseos que propuestas concretas, reflejo de la falta de consenso en la región. Aunque el discurso del presidente brasilero en aquel momento y en su regreso a la arena geopolítica haya enfatizado el combate al calentamiento global, Lula provocó un bochorno doméstico al defender la explotación de petróleo en la desembocadura del Amazonas, motivo por el cual fue criticado por su colega colombiano Gustavo Petro, que defendió el fin de la extracción de petróleo, carbón y gas en la región amazónica.

El desacuerdo entre los dos presidentes no tiene que ver con un tema específico, sino con una cuestión estratégica y compleja: ¿cuál será el lugar de los países de América Latina, y de la periferia del capitalismo, en el actual contexto geopolítico y de crisis financiera y ambiental? Habiendo desmantelado sus parques industriales durante el neoliberalismo y con tecnología obsoleta en lo que resta de esa estructura, aislados de la producción de conocimiento y alta tecnología en la división internacional del trabajo, ¿cómo puede América Latina desarrollarse y situarse de forma soberana escapando de las trampas colonialistas de mera exportadora de materias primas?

Hay tres cuestiones que inciden directamente sobre esta pregunta. En primer lugar, desde 2008, la crisis estructural del sistema capitalista se ha intensificado. Esto no significa que el sistema esté llegando a su fin o que vaya camino a su autodestrucción, sino que el capitalismo es incapaz de solucionar la crisis que ha generado en sus propios términos (Instituto Tricontinental, octubre 2023), especialmente en su fase ultra financiarizada. Sabemos que muchas de las políticas sociales de la primera ola fueron posibles gracias al escenario de crecimiento económico internacional de principios de siglo, impulsado por la búsqueda de commodities agrícolas, hidrocarburos y minerales. Sin embargo, a partir de la crisis financiera de 2008, la compensación de las pérdidas del centro del sistema capitalista en el Norte Global se ha dado por medio del aumento de la superexplotación del trabajo, de viejas y nuevas formas de contratación como la uberización y de la destrucción acelerada de la naturaleza, además de impulsar la contraofensiva de Estados Unidos para recuperar el control político de la región y, consecuentemente, de estos recursos naturales. El caso brasilero es bastante ilustrativo: después del golpe parlamentario contra la presidenta Dilma Rousseff en 2016, en pocos meses se instituyeron medidas que convirtieron al código laboral en prácticamente inocuo y que redirigieron las ganancias de la extracción de petróleo de los fondos sociales a los accionistas extranjeros de Petrobras.

De acuerdo con José Luís Fiori (2018), como Estados Unidos reconoce que sus valores nacionales no son universales, asume sus “intereses nacionales” como su única brújula y, para mantener esa “posición de fuerza”, admite que su prosperidad económica, así como su moneda y sus finanzas, son un instrumento fundamental de su lucha por el poder internacional.2 En la interpretación de Fiori, EE. UU. renuncia a cualquier posibilidad de proyecto de futuro para los países que lo toman como modelo a seguir. Ahora, al contrario del discurso de la Guerra Fría —que ofrecía un mundo de democracia y prosperidad económica para aquellos que se unieran al bloque capitalista—, el país solo ofrece el reconocimiento de su poder global, sustentado en su imperio militar y su competencia tecnológica. A medida que el control económico estadounidense disminuye, recurre con más ferocidad a su poder militar para sostener su dominio del mundo. Para Estados Unidos, proyectar la idea de que no hay otro futuro posible es central, como veremos en el discurso de la ultraderecha latinoamericana.

La emergencia de China como potencia mundial es otro elemento clave de esta nueva ofensiva estadounidense. Actualmente, China es el principal socio comercial de nueve países latinoamericanos. En 2021, las importaciones y exportaciones entre China y América Latina (sin México) alcanzaron 247.000 millones de dólares, superando a Estados Unidos en 73.000 millones de dólares (Jordan et. al., 2022). Según el Foro Económico Mundial, se espera que los flujos comerciales entre países latinoamericanos, caribeños y China se dupliquen hasta 2035 (Zhang y Lacerda, 2021).

Aunque la política china difiere significativamente de la agresión estadounidense, la estrategia del gigante asiático para la región es bastante pragmática y el alineamiento automático con este país no es garantía de una alternativa para el continente, como expresa el investigador argentino Claudio Katz (2023):

Beijing conoce la gran sensibilidad de Washington frente a cualquier presencia foránea en un territorio que considera propio. Por esa razón exhibe especial prudencia en esta región. Evita injerencias en el ámbito político y se limita a ganar posiciones con fructíferos negocios. Su única exigencia extraeconómica involucra sus propios intereses de reafirmar el principio de “una sola China”, mediante rupturas con Taiwán. China no actúa como un dominador imperial, pero tampoco favorece a Latinoamérica.

Por último, la cuestión ambiental ya no puede descuidarse. Cuanto más frecuentes los desastres causados por la catástrofe climática, más inoperantes e inocuos se han vuelto los foros diplomáticos que debían actuar en función de los compromisos adquiridos por las naciones en los acuerdos de Kioto y París. Como explica Vijay Prashad, director del Instituto Tricontinental de Investigación Social, el abandono de los combustibles a base de carbono se ha visto paralizado por tres grandes obstáculos: las fuerzas de derecha que niegan la existencia de la catástrofe climática; los sectores de la industria energética que tienen intereses creados en perpetuar los combustibles basados en carbono, y la negativa de los países occidentales a admitir que siguen siendo los principales responsables del problema y a comprometerse a pagar su deuda climática financiando la transición energética en los países en desarrollo (Instituto Tricontinental, septiembre de 2022).

En este contexto, está surgiendo una nueva ola de gobernantes progresistas, aunque más fragmentados que en la ola anterior. En la primera, había dos núcleos de gobernantes progresistas bastante diferenciados: uno liderado por el Brasil de Lula y la Argentina de Néstor y Cristina Kirchner —y que apostaba a estructuras como UNASUR y CELAC—, el otro, bolivariano, centrado en Venezuela y Cuba y apoyado en la idea del ALBA. Los dos núcleos no competían, sino que se complementaban, aunque diferían en sus métodos, la velocidad y el alcance de sus políticas, y su postura frente a Estados Unidos. La ola actual, en cambio, no ha formado proyectos a nivel continental o regional. Por el contrario, hay pequeñas manifestaciones individuales o bilaterales que no tienen la escala ni la fuerza necesaria. Esto impide que se geste un proyecto amplio de resistencia a Estados Unidos, como demuestra Katz (2023), o de alternativa soberana. En la definición del profesor y exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera (2022):

Estamos por ello ante un hecho paradojal que caracteriza al mundo: ni el neoliberalismo propone un plan a largo plazo que no sea simplemente un regreso violento y melancólico a las huellas del pasado, ni el progresismo presenta un horizonte con la capacidad de remontar las dificultades que han emergido de la pandemia y la crisis económica y ambiental. Así se produce este momento de estupor colectivo, de cierta parálisis, en el que el tiempo pareciera estar suspendido.

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Contradicciones internas

Una característica llamativa de la nueva ola progresista es la existencia paralela de una derecha ideológicamente más radicalizada, que comparte rasgos neofascistas comunes y que políticamente es más violenta que la derecha tradicional. Además, algunos métodos continúan siendo instrumentos de desestabilización, como la utilización del lawfare, que emplea mecanismos legales para conducir una agenda contra un objetivo o supuesto enemigo, generalmente contra líderes de izquierda (Instituto Tricontinental, 2018). La actual ofensiva es contra Gustavo Petro, presidente de Colombia. Recientemente fue contra la vicepresidenta argentina Cristina Kirchner, y en años anteriores contra el brasilero Lula y el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, objetos de persecución judicial ilegal.

El caso peruano es un ejemplo de cómo, a pesar de la victoria electoral, la derecha no ha sido derrotada política ni ideológicamente. La elección de Pedro Castillo en junio de 2021 despertó la esperanza en el país andino y en gran parte de la izquierda latinoamericana, especialmente por tratarse de un líder de perfil popular que hizo una campaña electoral basada en un discurso de izquierda. Sin embargo, el nuevo presidente tuvo dificultades para gobernar y se vio envuelto en contradicciones internas que desembocaron en su destitución un año y medio después de ser elegido (Instituto Tricontinental, febrero de 2022).

Pero el caso más emblemático de la radicalización de la derecha en los años recientes fue el golpe perpetrado contra el presidente boliviano Evo Morales en 2019, que combinó técnicas tradicionales de golpes militares con métodos fascistas, como la organización de bandas de combate urbano, invasión e incendio de sedes de organizaciones populares y de izquierda, asesinatos, secuestros, amenazas de muerte a dirigentes políticos y sus familiares, humillación pública y movilizaciones callejeras de sectores urbanos en las provincias dominadas por la derecha. Más recientemente, el asesinato de Fernando Villavicencio en Ecuador en agosto de 2023, un candidato en pleno proceso electoral, muestra que el cuadro de inestabilidad está lejos de ser superado en América Latina.3

A raíz de esta radicalización de la derecha, se ha producido también un nuevo proceso de militarización de la política en nuestro continente. Además del regreso de los golpes militares al escenario, también se ha producido un incremento de la violencia policial y paramilitar. La eliminación física de líderes populares y de izquierda, que ya era común en Colombia y en México, se ha extendido a otros países. Este problema representa un retorno del desafío político-institucional que parecía haber sido superado por los procesos de redemocratización de América Latina en las décadas de 1980 y 1990, que implicaban el control civil de las fuerzas armadas y el castigo de los crímenes cometidos por militares. En Brasil, por ejemplo, hubo una escalada de crímenes políticos cometidos por fuerzas militares durante el gobierno de Jair Bolsonaro (2018-2022) y la campaña electoral, crímenes que aún esperan justicia; así como también hubo participación de los militares en las intentonas golpistas contra la investidura de Lula a finales de 2022 y comienzos de 2023. Sin embargo, mientras los nuevos gobiernos progresistas no superen este dilema, la presencia activa de las fuerzas militares y paramilitares en la política crea un ambiente de miedo que contribuye a impedir la acción y el avance de fuerzas y líderes de izquierda (Instituto Tricontinental, marzo de 2022).

Así, mientras la primera ola de gobiernos progresistas se construyó sobre la derrota programática y moral de la derecha neoliberal, la coyuntura actual ha obligado a los gobiernos progresistas recién elegidos a priorizar la construcción de procesos de pacificación por sobre una ofensiva ideológica y programática. Un ejemplo de ello es el gobierno de Gabriel Boric, en Chile, elegido a finales de 2021, cuando la revuelta popular contra el neoliberalismo y las desgracias sociales que crea ya estaba en retirada. Boric y la izquierda sufrieron sucesivos reveses en los años siguientes, con el rechazo de la propuesta de nueva Constitución a través de un referéndum popular, y luego con la elección en 2023 del nuevo Consejo Constituyente para redactar la nueva Constitución, en el que la derecha ganó la mayoría de los escaños. Así, la extrema derecha, incluida el ala pinochetista, aumentó su participación en el consejo encargado de la elaboración de la nueva Carta Magna.

Los principales representantes de la derecha tampoco tienen las mismas características que los de los años 2000. Si la antigua derecha neoliberal priorizaba la propaganda de sus principios económico-sociales: defensa del libre mercado, estabilidad monetaria, apertura comercial y financiera, austeridad fiscal, retirada de derechos sociales, privatizaciones etc., ahora la extrema derecha prioriza la agitación de banderas vinculadas a creencias y valores conservadores. Esto crea un lastre ideológico más fuerte y más difícil de romper, porque apela a temas religiosos y morales arraigados en la cultura popular. Además de la agenda tradicional de la corrupción, la derecha se ha movilizado intensamente en defensa de la familia nuclear heteronormativa y de los valores cristianos, el derecho a portar armas, la lucha contra el aborto, la llamada “ideología de género” y los derechos de las disidencias sexuales y de género. Utilizando masivamente las herramientas de comunicación digital, la extrema derecha acentúa y aprovecha el discurso posmoderno, cuestionando, relativizando o negando la verdad objetiva (como la catástrofe climática); de ese modo invierte los papeles y se presenta como antisistema, cuando su programa es la defensa intransigente de un capitalismo imparable. El discurso antisistema se limita a los deberes del Estado, obligando a las fuerzas de izquierda a defender incluso las instituciones o mecanismos de la democracia burguesa formal y limitada.

Esta nueva ofensiva en el terreno de los valores tiende a dejar a la izquierda a la defensiva, temerosa de oponerse más incisivamente a agendas que podrían costarle el apoyo popular. El enfrentamiento en torno a la legalización del aborto en Argentina, por ejemplo, demostró lo difícil que es para un gobierno progresista formar mayoría en temas “tabú”. E incluso después de ganada la batalla decisiva para aprobar la legalización del aborto en el Congreso argentino, e implementada como política pública, el tema continúa siendo agitado para erosionar la popularidad del gobierno del presidente Alberto Fernández, que apoyó la medida.

Una agenda construida sobre cuestiones morales y religiosas se presta a exageraciones, manipulaciones y fake news que pueden desgastar la popularidad de candidatos y presidentes progresistas, como demostró el sensacionalismo mentiroso difundido en las redes sociales sobre las intenciones de Lula cerrar iglesias en Brasil si resultaba elegido en 2022. Al mismo tiempo, la escalada de tensiones en torno de las pautas sobre valores ha sido instrumentalizada por la derecha para dificultar la construcción de consensos sobre temas económicos y sociales más “clásicos”, como la lucha contra las desigualdades y el hambre, la distribución del ingreso, la superación de la dependencia nacional o la reforma agraria, entre otros.

Por otro lado, esto no significa que los temas económicos estén en segundo plano en la agenda de la extrema derecha. Al contrario, como se ve en el caso argentino con el ascenso de Javier Milei, ella se alimenta del descontento de las elites, pero sobre todo de una clase media baja en decadencia, para impulsar un discurso de ultraliberalismo. En un escenario “sin futuro y sin alternativas”, según la extrema derecha, solo es posible que cada “emprendedor” compita sin las “trabas” del Estado.

Por tanto, el actual nuevo ciclo progresista no significa que la correlación de fuerzas en el territorio se incline a la izquierda, ya que la derecha sigue políticamente activa, disputando el poder y, en muchos casos, con mayoría parlamentaria.

Y, en parte, la propia izquierda es responsable por no haber podido cambiar esta correlación, a pesar de la fuerza de sus adversarios en el continente. En primer lugar, las organizaciones que ahora llegan al poder en diversos países de América Latina ya no tienen la misma naturaleza que las del ciclo anterior. Esto evidentemente está ligado a una degradación ideológica general en un contexto en que las propias disputas geopolíticas se parecen mucho más a luchas por esferas de influencia en el mundo que a combates entre proyectos antagónicos de sociedad.

En toda la región, las fuerzas políticas antineoliberales elegidas en los años 2000 fueron, en gran medida, una continuación de la resistencia a las dictaduras de seguridad nacional de las décadas de 1960 y 1970. Desde 2020, en contrapartida, frente a la ofensiva neoliberal, la izquierda ha limitado su horizonte de lucha y parece ser incapaz de superar a perspectiva administrativa de que gobernar es simplemente gerenciar el Estado de una manera más progresista y humanitaria. En otras palabras, la izquierda se muestra hoy incapaz de conquistar la hegemonía en lo que se refiere a un nuevo proyecto de sociedad. La propia defensa irrevocable de la democracia burguesa es un síntoma de que no hay perspectivas de ruptura y revolución. De hecho, este tema se expresa en las reticencias que ciertos líderes de izquierda a apoyar el actual régimen venezolano, por considerarlo antidemocrático. A pesar de que Venezuela, junto con Cuba, es uno de los pocos casos de un país donde la izquierda consiguió atravesar todas estas crisis sin ser derrotada.

En este punto se plantea el dilema específico de superar o convivir con el orden neoliberal. Mientras que en el ciclo político anterior el impulso de la izquierda era el antineoliberalismo, el horizonte actual parece no ir más allá de un intento de reeditar las experiencias anteriores. Sin embargo, las experiencias exitosas del pasado pueden ser insuficientes para enfrentar las transformaciones más recientes del capital y del mundo del trabajo. Y si hace 20 años se hablaba de un “cambio de época”, hoy la izquierda busca poco más que recrear gobiernos exitosos.

Un aspecto de ese proceso ha sido el debilitamiento de la perspectiva antiimperialista. Sin embargo, es cierto que los gobiernos latinoamericanos son cada vez más conscientes del giro global hacia la multipolaridad. Aunque algunos de estos países se han aproximado a China y a Rusia en los últimos años, este acercamiento es más producto de intereses económicos pragmáticos que una construcción estratégica, y se habla muy poco de la importancia de estas nuevas relaciones para hacer frente al imperialismo estadounidense.

Otro aspecto en el que se ha producido un retroceso es el abandono casi total del debate sobre la participación política popular en la región. En el ciclo anterior, hubo esfuerzos por crear nuevas formas de participación, que incluían no solo la dimensión representativa, sino también formas de democracia directa. Esos cambios se materializaron, por ejemplo, en los procesos constituyentes, en la Revolución Bolivariana venezolana, en la creación de la original República Plurinacional de Bolivia, y en el surgimiento de movimientos, núcleos, frentes y articulaciones populares en varios países de la región. En contraposición, poco se habla actualmente de la necesidad de un cambio cualitativo en el funcionamiento de las democracias de la región.

Así pues, la nueva ola de gobiernos progresistas en América Latina es significativa e importante, pero no tiene los mismos impulsos transformadores de la ola anterior. Por otro lado, los márgenes de maniobra son escasos. Como sistematiza Prashad (2022),

Incluso los gobiernos de centroizquierda más moderados se verán obligados a hacer frente a las graves crisis sociales del hemisferio, crisis agravadas por el colapso de los precios de las materias primas y por la pandemia. Las políticas contra el hambre, por ejemplo, requerirán fondos de las distintas burguesías nacionales o de las regalías recaudadas por la extracción de recursos naturales. En cualquier caso, estos gobiernos se verán obligados a enfrentarse tanto a su propia burguesía como al imperialismo estadounidense. La prueba de estos gobiernos, por lo tanto, no será meramente lo que digan sobre tal o cual cuestión (como Ucrania), sino cómo actúen ante la negativa de las fuerzas del capitalismo a resolver las principales crisis sociales de nuestro tiempo.

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Salidas del laberinto

La redefinición de espacios y roles en el orden geopolítico abre una oportunidad para América Latina. No obstante, aprovechar esta oportunidad para promover una agenda centrada en el bienestar de sus pueblos solo es posible en el marco de un proyecto colectivo de cooperación e inserción soberana regional, aunque acuerdos bilaterales y los tratados puntuales puedan parecer en un primer momento más atractivos o rentables para cada país. Solo negociando y actuando como bloque podrán los países latinoamericanos conquistar una posición duradera e influyente en las relaciones con otros continentes y bloques.

En este sentido, más que estructuras institucionales, lo que falta en América Latina es un proyecto común de integración regional y de acción global. Y, más que nuevos foros y espacios diplomáticos, es necesario avanzar hacia proyectos colectivos, sean de infraestructura o de tecnología compartidas, especialmente en la gestión y preservación de los bienes comunes de la naturaleza. La acción colectiva de los países de la región en torno a bienes preciados, como el litio o el petróleo, permitiría tanto establecer valores adecuados como impedir la destrucción acelerada de la naturaleza por la actuación competitiva de las corporaciones. Por lo tanto, una verdadera transición energética debe estar en el centro de este proyecto sin recurrir a falsas soluciones de mercado, como la emisión de bonos de carbono.

La integración debe ser también financiera y monetaria. Para ello, es importante poner en práctica una serie de medidas, como una actuación cooperativa y colectiva para evitar que el sistema financiero global asfixie las economías, como está sucediendo en Argentina y Venezuela; la construcción de alternativas comerciales y de desarrollo local, como acciones cooperativas de bancos estatales de desarrollo; y la utilización de una moneda común para las transacciones entre los países de la región.

Por último, un proyecto de integración y transformación regional no puede ni debe ser obra de los gobiernos. Es necesario que eche raíces y sea incorporado por los pueblos del continente, y eso solo puede lograrse mediante la organización y movilización de masas, agendas comunes y espacios compartidos para la construcción de luchas y programas políticos de las organizaciones de base.


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Notas

1 Minería artesanal ilegal.

2 Esta perspectiva es particularmente evidente en la Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos de América, preparada en conjunto por los Departamentos de Estado y de Defensa, por el Pentágono y por la CIA, con el Departamento de Comercio y la Secretaría del Tesoro del gobierno de los EE. UU. en 2017 (Fiori, 2018; National Security Strategy of the United States of America, 2017: 3).

3 El 9 de agosto de 2023, un candidato a la presidencia del Ecuador, Fernando Villavicencio, fue asesinado al salir de un evento de campaña en el norte de la ciudad de Quito. El móvil de su muerte sigue siendo investigado por las autoridades locales, pero se sospecha que fue cometido por un grupo criminal vinculado a un cártel de la droga ecuatoriano.

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Referencias Bibliográficas

Fiori, José Luís. “A síndrome de Babel e a nova doutrina de segurança dos Estados Unidos”. Tempo do Mundo, v. 4, nº 2, 2018.

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